martes, 26 de junio de 2018

El último libro.



Con la mirada perdida en algún punto del infinito al otro lado de la ventana, mecido por el traqueteo del tren mientras el paisaje fugaz pasaba inadvertido ante sus ojos, Manu ponía en orden sus pensamientos y reflexionaba sobre lo que había ocurrido.

Le costaba llegar a comprender cómo, sin apenas darse cuenta, la rutina que durante casi cuarenta años le había tenido atrapado, y que le había llevado a recorrer a diario el mismo trayecto en tren desde su casa hasta llegar a su destino, se había visto bruscamente modificada por el extraño suceso del día anterior.

Precisamente había sido esa rutina la que le había llevado a perderse entre tantos libros, acompañando a tantos otros personajes en sus aventuras, llegando a perder la cuenta de cuántos había leído. De hecho no recordaba cuándo fue la última vez que cruzó más de dos palabras con alguien, si es que alguna vez lo había hecho hasta el día anterior.

Sin embargo todo cambió tras finalizar su último libro.

Al levantar la vista tras leer aquel maravilloso epílogo en el que el autor de aquella novela hacía una bella reflexión sobre la violencia de género, y la imagen deformada que los monstruos ofrecen a la sociedad, se encontró con aquellos fríos ojos azules que le miraban fijamente.

Desvió la mirada y tragó saliva mientras guardaba el libro en su cartera de piel.

Cuando volvió a mirar al desconocido, este seguía inmóvil, clavando su gélida mirada en sus ojos.

-Pu…- no le salían las palabras y tuvo que aclararse la garganta - …¿puedo ayudarle en algo?

A modo de respuesta, y sin dejar de mirarle fijamente, el desconocido sacó un pequeño paquete del bolsillo interior de su chaqueta, y se lo tendió a Manu.

Lo cogió y al abrirlo sus ojos se abrieron como platos.

En su interior había varias decenas de fotografías, todas ellas de Manu leyendo en el tren a lo largo de todos estos años. Todas ellas babían sido tomadas desde el mismo ángulo sin que se diese cuenta.

Incluso pudo una de aquel primer viaje en tren el día que empezó a trabajar, ataviado con su mejor traje.

Tras ver todas las fotografías, alzó la vista para buscar de nuevo al desconocido, pero ya no estaba.

De hecho el vagón estaba completamente vacío.

Volvió a mirar con detenimiento aquellas estampas, y comprobó que en todas ellas sostenía un libro en sus manos, pero al fijarse bien, se percató de que había algo extraño en aquellos libros.

No tenían títulos sino nombres: Antonio Sánchez, Julián Gómez, Pedro Pulido, Jaime Sanz…

Contó treinta y nueve fotografías, todas ellas similares y con aquellos extraños libros donde, en el lugar que deberían ocupar sus títulos, aparecían los nombres de las personas que Manu había ido perdiendo por el camino durante todos esos años: sus padres, familiares, amigos, compañeros de trabajo...

Las guardó con cuidado y se puso en pie para salir del tren, pero llamó su atención un pequeño bulto que había bajo el asiento de aquel desconocido.

Un libro.

Con un escalofrío recorriéndole la espalda, recordó el terrorífico título de aquel libro: Manuel Fernández.

Su nombre.

Y resignándose dejó de mirar a través de aquella ventana para volver a su rutina por última vez.

Comenzó a leer.

domingo, 24 de junio de 2018

La novia.



La alfombra roja destacaba sobre el cuidado césped de aquel jardín de ensueño donde bajo la pérgola blanca, en la que cientos de rosas moradas resaltaban como si de pequeñas bombillas se tratase, aguardaba impaciente la llegada de Helena.

                El murmullo de los allí presentes, quedó silenciado de repente, anunciando que el momento tan esperado por todos había llegado por fin.

Con paso tembloroso y agarrada del brazo de su orgulloso padre, se acercaba hacia el altar entre lágrimas de emoción.

Su salvaje melena rojiza resaltaba sus vivarachos ojos azules, que no podían apartarse de su amor, quien aguardaba impaciente su llegada.

Cuando entrelazaron sus dedos, un nudo atenazó sus gargantas, pues nunca pensaron que aquel día llegaría. Jamás creyeron que se verían en aquella situación, pero la vida da muchas vueltas, y en uno de sus vertiginosos giros, hacía ya tres años, sus miradas se cruzaron, y el brillo de sus ojos al encontrarse por primera vez, como si de un conjuro se tratase, enlazó sus almas para siempre, hasta tal punto que pasaron a ser un solo ser.

Los poco más de cincuenta invitados a aquella íntima ceremonia, rompieron el protocolo con un caluroso aplauso mientras la pareja tomaba asiento sin soltar sus manos.

La ceremonia comenzó con la lectura del acta matrimonial, seguida de varios poemas que amigos y familiares de la pareja iban recitando, para terminar con la lectura de los artículos del Código Civil, que anunciaban los derechos y obligaciones a los que como matrimonio debían someterse.

Finalmente, el concejal anunció el momento clave de la ceremonia, en el que la pareja tomó la palabra para confirmar los sentimientos del uno hacia el otro, y a la pregunta para que diesen conformidad con el matrimonio, tanto Helena como Sandra dieron el sí quiero con una radiante sonrisa.

Tras el tierno beso que rubricó el enlace en medio de la gran ovación de los allí presentes, el concejal dio por finalizada la ceremonia.

Y entonces Sandra despertó.

Se secó las lágrimas que aún se deslizaban por sus mejillas y se levantó en silencio sentándose en su cama.

Desde la litera superior se escuchaba el suave ronquido de Rosa. 

Por suerte su compañera de celda seguía durmiendo.

Lo tenía todo, pero ese todo no fue suficiente, y escogió el camino equivocado.

Lo prohibido fue más fuerte que el amor, y volvió con su antigua compañera de viaje.

Recordó aquella primera vez que vio el brillo de los ojos de Helena en su consulta, y el flechazo fue instantáneo.

Sin embargo aquel mismo brillo se apagó ese maldito día, cuando Helena llegó del trabajo más temprano de la cuenta, y sorprendió a las dos viejas amigas reencontrarse sobre aquella mesa que habían escogido juntas cuando comenzaron a amueblar su casa.

La discusión llegó al límite, y de un manotazo el amor se convirtió en odio y el brillo se apagó.

            El día del juicio, volvió a buscar esa chispa en la mirada de Helena, pero no la encontró. Abatida, no le importaron los cuatro años de prisión a los que el juez la condenó, pues el gélido azul de su único ojo era la peor de las condenas.

            Cuando vio los dedos de Helena entrelazarse con los de aquella abogada, supo que cualquier condena que dictase el juez sería anecdótica.

            Deslizó sus manos tras el colchón y retiró las sábanas con sumo cuidado, el mismo que tuvo para no ser vista cuando volvió a aquel bar a comprar su veneno.

            Se enrolló la sábana al cuello con la misma fuerza con la que la droga la capturó por primera vez.

            Mientras exhalaba su último aliento, se lamentó de no haber sabido ser feliz junto a Helena, y sus dos últimas lágrimas la despidieron de este mundo.

domingo, 10 de junio de 2018

La sonrisa de Bruno.



Por fin, cuando estaba a punto de tirar la toalla y pensaba que sería imposible conseguirlo, logró que el pequeño Bruno sonriera.

Tras intentarlo de mil maneras distintas, algo tan simple como aquella piruleta hizo que se dibujase una sonrisa en el rostro del pequeño.

Pese a que sólo duró un instante, fue suficiente para que todo a su alrededor se bañase de color.

Hacía tanto tiempo que vivían en aquel mundo gris, monocromático y triste, que ese repentino e inesperado estallido de color le hizo cerrar los ojos.

Allí estaban los dos, bajo aquel árbol gris lleno de esferas negras que, gracias a la sonrisa de Bruno, durante ese corto lapso de tiempo volvió a ser de nuevo un manzano colmado de frutos color carmesí, tal y como lo recordaba Martín.

La magnitud del estallido de color llegó hasta donde les alcanzaba la vista.

El gris ceniciento de los prados viró a un intenso verde, moteado por el rojo de las amapolas, el amarillo de los dientes de león, y el morado de los cardos en flor.

El  azul del cielo sustituyó al oscuro manto que los cubría.

El rostro del pequeño Bruno, asustado por el repentino cambio que sucedió a su alrededor, volvió a su rictus habitual, y el intenso brillo que durante ese instante bañó sus ojos, volvió a desaparecer.

El color volvió a desaparecer.
çMartín miró a su alrededor, y tras comprobar que todo había vuelto al monocromo, miró esperanzado al pequeño.

Quedó boquiabierto al observar como la piruleta que sostenía el pequeño Bruno en su mano aún conservaba el intenso color rojo.

Justo cuando se la quitaba de las manos para envolverla con mimo e impedir que nadie la viese a su regreso al poblado, vio a lo lejos cómo un extraño objeto se acercaba a ellos surcando el cielo a toda velocidad.

Sólo cuando casi tuvieron encima al zeppelín, Martín fue consciente del peligro que corrían.

Hacía tanto tiempo que no veía uno de esos aparatos, que casi se había olvidado de ellos, pero al verlo flotando cada vez más cerca, las imágenes que conservaba desde su niñez, volvieron a su cabeza.

Los recuerdos comenzaron a golpearle en forma de imágenes inconexas… casas en llamas, cuerpos  por todas partes, su padre abrazándole por última vez instantes antes salir al encuentro de las bestias mientras él huía por las alcantarillas.

Como un resorte cogió en brazos a Bruno y salió corriendo hacia la zona donde el bosque comenzaba a ser más frondoso, buscando guarecerse de ellos.

Habían vuelto.

Cobijado entre los frondosos árboles y la espesa maraña de arbustos, Martín comprobó horrorizado como del zeppelín, que se encontraba suspendido en el aire justo sobre el árbol donde se encontraban hacía tan sólo un instante, descendía un paracaídas negro del cual colgaba uno de esos extraños seres, el cual sujetaba algo en sus brazos.

Apretó a Bruno contra su pecho cuando el miedo le atenazó al ver lo que sujetaba aquel soldado.

Era un perro.

Su mente había bloqueado el recuerdo de aquellos engendros mecánicos que eran infalibles a la hora de realizar la única tarea para la que habían sido diseñados: encontrar y destruir.

Aumentó el zoom de sus prismáticos y los dirigió directamente a la cara de aquel monstruo, mitad humano mitad cerdo que en esos momentos miraba directamente hacia él, y le dedicó una sonrisa burlona que le mostraba sus exagerados incisivos.

Acto seguido el ser se agachó y comenzó a tocar la pantalla táctil del perro, el cual quedó inmediatamente encendido, pues una intensa luz salía de sus ojos.

Sin tiempo que perder, apretó a Bruno contra su cuerpo y comenzó a correr a toda velocidad hacia el interior del bosque. Sabía que la ventaja que llevaba a sus perseguidores no se serviría de mucho, pero estaba convencido de que si conseguían cobijarse en alguna cueva tendrían alguna posibilidad de sobrevivir.

No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo cuando, en un pequeño claro, se paró a recuperar el aliento.

Dejó al pequeño Bruno en el suelo y le hizo un gesto indicándole que se agachase y permaneciese totalmente quieto.

Mientras miraba a su alrededor intentando orientarse, pudo escuchar cómo los chirridos del perro estaban cada vez más cerca.

Cuando dirigió su mirada a Bruno para indicarle que debían apresurarse, las vio.

Junto a los pies del muchacho vio unas huellas de animal que parecían recientes.

Decidió seguirlas con la esperanza de llegar a algún lugar donde poder refugiarse de sus perseguidores.

Sentía los chirridos del engendro mecánico encima de ellos, cuando vislumbró la madriguera.

Dejó al pequeño Bruno en la entrada de aquel estrecho agujero, y mediante gestos se despidió de él dándole el pedazo de tela que envolvía la piruleta e indicándole que entrara dentro.

Dos lágrimas rodaron por las mejillas del niño que negaba con la cabeza.

Justo cuando Martín le acariciaba las mejillas borrando las dos lágrimas, y le empujaba dentro de la madriguera, el perro se abalanzó sobre él, haciendo que ambos rodasen por el suelo.

Intentó protegerse de los mordiscos del animal, pero nada podía hacer ante la ferocidad de sus embestidas.

Derrotado se resignó a su destino, pero justo cuando el engendro abría sus fauces sobre la cara de Martín, el robot quedó paralizado y sus ojos se apagaron.

Todo quedó en silencio.

Martín respirando con dificultad, como pudo se quitó a la pesada máquina de encima y se incorporó.

Frente a él tenía al soldado que mirándole con gesto divertido le volvió a saludar como hiciera antes.

Mediante gestos le indicó que le diera al niño.

El hombre negó con la cabeza.

El híbrido se quitó la guerrera y, acercándose hacia él mientras crujía sus nudillos con gesto amenazador, volvió a repetirle que le diese al niño, pero ante la nueva negativa de Martín, se dispuso a golpearle.

Martín cerró los ojos esperando el primer golpe, pero no ocurrió nada.

Cuando los abrió pudo ver que todo volvía a tener color, y vio como el híbrido caía arrodillado deshaciéndose en una nube de vapor grisáceo.

Ante él tenía a Martín, que le miraba sonriente mientras sostenía la piruleta roja en sus manos. Entre sus piernas se encontraba el inquieto zorro naranja cuyas huellas les había guiado hasta su madriguera y que ahora jugueteaba con los cordones de los zapatos del niño.

Toda la isla quedó de nuevo inundada de color.

Al pasar junto al manzano de camino a casa, pudieron ver los restos humeantes del zeppelín.

Mientras Bruno jugueteaba con el pequeño zorro y reía a carcajadas, Martín también sonrió satisfecho.



sábado, 9 de junio de 2018

El náufrago.




Despertó desorientado y entreabrió los ojos, pero la claridad era tan intensa que se vio obligado a cerrarlos con fuerza.

Cuando se acostumbró a la luz, no fue capaz de reconocer el lugar dónde se encontraba.

Sintió un nudo en el estómago, pues no recordaba cómo podía haber llegado hasta allí.

Mecido por el ligero oleaje, se encontraba dentro de una pequeña barca rodeado de agua por todas partes.

Junto a él había un pequeño bolso de viaje de color rojo.

Se pellizcó para comprobar que no se hubiera quedado dormido en su celda, y que todo eso no fuese más que fruto de su imaginación, pero el intenso dolor que sintió, hizo que sus dudas se disipasen.

Estaba despierto.

Se incorporó y colocándolo en su regazo abrió el bolso.

Lo que allí vio le heló la sangre, por lo que lo cerró inmediatamente y lo tiró al agua.

Estaba totalmente desorientado, y miró al cielo, pero en lugar del frío techo de hormigón lleno de desconchones que conocía perfectamente tras demasiado tiempo encerrado, había un cielo azul eléctrico en el que no se veía ni una sola nube, en cuyo centro se encontraba el sol.

Era un sol mucho más grande de lo que él recordaba, aunque hacía tanto tiempo que no lo veía, que no estaba seguro del tamaño que debía tener.

Se puso de pie y todo le empezó a dar vueltas. Notó un intenso dolor en la parte baja del cráneo.

Instintivamente se llevó la mano a la zona dolorida, y notó que tenía esa parte húmeda.

Al mirar su mano ensangrentada perdió el control de sus piernas y cayó de bruces sobre el suelo de la barca, donde quedó inconsciente.

Recuperó el conocimiento con el áspero tacto de la madera en su rostro.

Tras incorporarse, sin atreverse a abrir los ojos, volvió a pellizcarse, pues la situación le parecía tan irreal, que seguía convencido de que estaba soñando.

Volvió a sentir el dolor que le indicaba que todo era real.

Abrió los ojos y cuando de nuevo se acostumbró a la claridad, lo que vio le hizo contener el aliento.

No sabía cuánto tiempo había permanecido a la deriva, pero la barca ahora se encontraba reposando sobre una vasta extensión de arena blanca que llegaba hasta donde le alcanzaba la vista, rodeándole por todas partes.

Millones de cangrejos violinistas de todos los colores se desplazaban en la misma dirección dejando un reguero de pequeñas huellas a su paso. Toda la arena estaba cubierta de aquuellos pequeños crustáceos danzando  al mismo paso, como si desfilasen ante él.

Junto a la barca descansaba un bolso de viaje de color rojo idéntico al que juraría haber tirado al agua.

Miró al cielo y el sol se encontraba justo en la misma posición de antes.

Se puso en pie y, pese a que no sentía dolor, se llevó la mano a la nuca.

Las yemas de sus dedos tocaron una especie de tela suave que le rodeaba toda la cabeza.

Alguien le había vendado la herida que tenía, aunque el tacto no era precisamente el de las vendas que tantas veces se había visto obligado a utilizar.

Todo era cada vez más extraño.

Bajó de la barca y se acercó a aquel misterioso bolso.

Agachándose, pese a saber lo que contenía en su interior, volvió a abrirlo.

Horrorizado lo arrojó al suelo y salió corriendo en la misma dirección que seguían los cangrejos.

No supo cuánto tiempo estuvo corriendo, pero se paró en seco cuando llegó de nuevo a la barca junto a la que descansaba el bolso de viaje rojo, el cual se encontraba abierto, y miles de cangrejos estaban entrando en él.

Miró hacia atrás para comprobar sorprendido cómo únicamente quedaban sus huellas sobre la arena blanca, pues los cangrejos iban desaparecido a medida que entraban al bolso.

Miró en todas direcciones y ya no quedaba rastro alguno de los cangrejos.

Volvió a acercarse al bolso y sin mirarlo lo cerró y lo cogió para comenzar a caminar siguiendo sus propias huellas.

Había perdido la noción del tiempo, si es que alguna vez la tuvo desde que llegó a ese extraño lugar, y no sabía cuánto tiempo hacía que las huellas habían desaparecido, pero no había rastro alguno de la barca, y lo único que veía ante él era aquella infinita extensión de arena blanca.

Cansado de andar, dejó el bolso en el suelo y se dejó caer junto a él.

Meditando sobre lo extraño que era todo aquello, no se dio cuenta cuando cogió un puñado de arena y se lo acercó a la nariz distraído. Respiró y el aroma que desprendía esa arena le heló la sangre.

Tenía el mismo aroma del flan de huevo que le preparaba su abuela cuando no era más que un niño, mucho antes de que escogiese el camino equivocado y diese con sus huesos en aquella celda.

Sin dudarlo, se llevó la arena a la boca.

Cerró los ojos y dos lágrimas cayeron por sus mejillas cuando el sabor le trasladó a otra época, donde sentía el amor que le regalaba su abuela con cada flan que le preparaba, en un lugar muy lejano donde se sentía rodeado de una calidez y una seguridad que había olvidado hacía mucho tiempo.

Al abrir los ojos, el sol había desaparecido y la oscuridad reinaba a su alrededor.

No veía absolutamente nada con la excepción del resplandor palpitante que emitía el bolso de viaje rojo.

Al abrirlo, una intensa luz, acompañada de una cálida nube de vapor emergió de su interior, y sintió como el calor que emanaba de él le abrazaba.

Miró a través del bolso y vio pasar toda su vida como si de una película se tratase.

Se vio naciendo, y cómo su madre le abandonó con apenas unos días, dejándolo en la casa de una anciana, la que creyó durante toda su vida que había sido su abuela, y cómo creció feliz junto a ella.

Vio a la anciana enfermar y morir cuando él era todavía demasiado joven para poder asumirlo, y se vio rodeado de las sombras que le arrastraron a ese camino prohibido donde reinaba el caos, la maldad y donde había sembrado el terror allá por donde pasaba.

Se vio con las manos llenas de sangre tras matar a aquel pobre hombre de un fuerte golpe en la nuca para robarle la cartera.

Vio pasar sus años de condena donde se vio a sí mismo cada vez más gris en su celda.
Se vio rodeándose el cuello con su propia sábana enrollada.

Tras ver pasar toda su vida ante sus ojos, comprendió dónde se encontraba.

Se quitó la sábana que tenía enrollada en la cabeza a modo de venda y cerró el bolso, dejándolo de nuevo en el suelo de aquella barca donde volvía a estar, y que se mecía sobre el mar del Purgatorio, mientras se rodeaba el cuello con la sábana enrollada.

miércoles, 6 de junio de 2018

La escritora.



La lluvia arreciaba y los truenos parecían jalear la tormenta que golpeaba con furia a la ciudad y que según las previsiones no tenía intención de amainar un ápice, al menos hasta el día siguiente.

Con una sonrisa recordó los tebeos de Astérix que devoraba de pequeña, en concreto aquella frase que hacía referencia al único miedo que sentían los irreductibles galos que resistían los envites de los romanos.

-¡Que el cielo caiga sobre nuestras cabezas!- gritó con júbilo.

Pese a que pasaban escasos minutos del medio día, las nubes habían oscurecido el cielo de tal manera que parecía noche cerrada, por lo que Marisa, como buen ave nocturna, se encontraba como pez en el agua delante de su cuaderno mientras escribía las últimas líneas de su nueva novela.

Apuró con tanta fuerza el porro que se quemó, y  mientras sumergía sus doloridos dedos en el vaso de agua que tenía en la mesa, junto al tintero donde por fin descansaba la pluma tras la intensa jornada de aquella mañana, se prometió a si misma que el siguiente no lo apuraría tanto.

Tras comprobar la ligera rojez que tenía en los dedos, se desperezó, se aseguró de que la tinta estuviese seca, y cerró el cuaderno, para recoger la pluma y dejar el tintero junto a los demás.

Mientras se desnudaba para tomar una ducha, llamó por teléfono a Silvia, su editora, para darle la buena noticia, pero al cabo de siete tonos de llamada, saltó el buzón de voz.

-Hola guapa, acabo de terminarla. Cuando puedas llámame y buscamos un título.

Odiaba hablar con un contestador automático, pero la ocasión lo merecía, pues era su sexta novela y se había convertido en una tradición llamar a su editora el mismo día que las terminaba.

Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente le acariciase la piel mientras intentaba relajar todo el cuerpo.

No recordaba la última vez que se sintió tan bien. Haber dado el paso y dejarlo todo para dedicarse a la que resultó ser su verdadera pasión fue la mejor decisión de su vida.

La mejor y la más dura, pues el giro que dio a su vida implicó dejar atrás todo para centrarse en escribir, y ese todo incluía a Borja.

Ese giro precisamente estuvo motivado por Borja.

Trató de borrar su recuerdo para no recovivirr las amenazas, las notas en el buzón de cada una de las casas donde se iba mudando para huir de él, pero sobre todo para no recordar ese escalofrío que sintió la primera vez que descargó su mano contra ella, justo el día que le anunció la ruptura, pues pese a que muchas otras veces había visto subir esa misma mano con gesto amenazante, y la había zarandeado como ese día, nunca antes había pasado esa línea.

Salió de la ducha y se puso el albornoz mientras modulaba su respiración para tranquilizarse, pues el fantasma de esa etapa de su pasado había vuelto a aparecer.

Al menos gracias a tantas sesiones de terapia y a las clases de yoga a las que se había apuntado, había conseguido aprender a tranquilizarse.

Una mirada fugaz al espejo le devolvió una imagen que nada tenía que ver con aquella belleza morena que había sido, y que hacía girarse a todos los que se cruzaban con ella, tanto hombres como mujeres.

Todo eso había cambiado y ya no era la misma.

Por suerte apenas le quedaron cicatrices en su bello rostro por el ácido que le había tirado la última vez que se vieron, incluso había conseguido superar el hecho de perder el ojo derecho tras el puñetazo que ese mismo día le propinó, pero ya no era la misma.

La chispa de alegría que siempre había tenido esos preciosos ojos negros, tan profundos que todo aquel que se asomaba se perdía en ellos, se había apagado para siempre.

En un primer momento esa alegría había sido sustituida por la losa del miedo, pero cuando Marisa tomó las riendas de su vida, esa losa se perdió y fue sustituida por el fuego, un fuego que prendió la chispa que provocó su purga en su interior y fue su fuente de inspiración para preparar su venganza y poder así acometer su obra.

Sonrió al recordar el día en el que acabó todo y empezó a escribir su historia.

Al fin y al cabo, tenía tanto que agradecer a quién había despertado a la nueva Marisa, que no encontró mejor manera de hacerlo que escribiendo esa historia con su sangre.

domingo, 3 de junio de 2018

En el refugio.



Cuando el agua empezó a hervir, Luis añadió el contenido del sobre de sopa de ave con fideos y comenzó a remover. Durante esos días era un privilegio comer algo caliente, y más en el refugio de Coma de Vaca tras la copiosa nevada que acababa de caer.

Al desatarse la pandemia, huir de Ripoll se convirtió en su prioridad absoluta, y lo hizo abandonándolo todo: la tienda, su casa, sus dos coches. Nada importaba ya.

Tras su ruptura con Susana pocos días antes de que el mundo cambiara, y cuando todo parecía abocado al caos y lo más fácil hubiese sido dejarse arrastrar por la espiral de decadencia en la que se había convertido la sociedad, pues no tenía nada que perder, el instinto de supervivencia le empujó a ir al único sitio donde creía que estaría seguro y que conocía perfectamente: la montaña.

Cuando la sopa comenzó a hervir de nuevo, la removió con la cuchara que había encontrado en uno de los cajones del carcomido armario del refugio. Se sentía agotado y consternado por el camino que había recorrido hasta allí, pero sobre todo por lo que había presenciado horrorizado: saqueos, familias aniquiladas, unas veces por los infectados, otras por los saqueadores. Mujeres, hombres e incluso niños se encontraban tirados como juguetes rotos por todas partes con signos claros de haber sido utilizados por algún monstruo para descargar brutalmente su apetito sexual.

Durante los días que duró su viaje por el infierno, llegó a plantearse que lo que estaba sucediendo no era más que una purga que estaba sufriendo el planeta para librarse de la peor de las plagas que había sufrido a lo largo de la historia.

Probó la sopa y tras comprobar que los fideos casi habían alcanzado el punto óptimo, apagó la bombona del camping gas. Calculaba que estaba a la mitad de su capacidad, y no podía permitirse el lujo de malgastarlo, pues tenía la intención de quedarse en el refugio el mayor tiempo posible.

No había encontrado nada para poder poner el cazo directamente sobre el fuego de la chimenea, por lo que después de comer saldría a buscar un par de piedras para ponerlas en la chimenea.

De su bolsillo sacó una petaca plateada y le dio un largo trago al Whisky que contenía.

La había cogido de una casa que se encontraban en las afueras de Queralbs, el último pueblo que había antes de comenzar el ascenso al Santuario de Vall de Nuria.

Decidió entrar en aquella casa para coger lo que pudiera serle de utilidad, como ya había hecho en otras que había encontrado a su paso.

Normalmente los saqueadores solían adelantarse, pero esta vez fue diferente. En la cocina encontró la alacena llena de latas de conserva y sobres de sopa, por lo que hizo acopio de todas las que le cabían en su mochila.

Mientras comprobaba el salón y llenaba la petaca con un whisky escoces de 15 años, escuchó un ruido en la parte superior de la vivienda.

Se quedó quieto, hasta que se dio cuenta de que el ruido que escuchaba se trataba de un llanto.

Haciendo caso omiso a la parte racional de su cerebro, que le decía que saliese de aquella casa, subió las escaleras con sus cinco sentidos trabajando al máximo.

Por suerte, todavía era de día y la luz le permitía ver con claridad todo lo que tenía delante.

Por desgracia esa luz también le permitió ver la horrible escena que se encontraba tras la puerta desde donde parecía venir el llanto.

En la cama de matrimonio había una pareja de mediana edad. Al parecer el marido, que tenía la marca de un mordisco en la mano le había pegado un tiro a la mujer, que presentaba rasgos claros de estar infectada, antes de quitarse la vida, pues a poco más de un metro del pie descalzo del hombre se encontraba la escopeta con la que había cortado de raíz el brote que había aparecido en su casa, y que seguramente era la que había mantenido a raya a los saqueadores.

Junto al cuerpo de la madre, sentado en el suelo y agarrando su mano, un niño lloraba.

Luis tragó saliva y se acercó al pequeño.

-Hola, me llamo Luis, ¿Tú cómo te llamas?- susurró.

El pequeño se sobresaltó y se revolvió asustado, tratando de meterse debajo de la sábana ensangrentada que colgaba de la cama.

-¡Shhhhhhh!, tranquilo, no voy a hacerte daño.- Intentó tranquilizarle Luis.

Se acercó al niño lentamente y en silencio se sentó a su lado.

Durante unos minutos que parecieron eternos, un incómodo silencio se apoderó de la estancia, que impregnada por el metálico olor de la sangre comenzaba a ser bastante agobiante.

-David.- Dijo por fin el pequeño.- Me llamo David y tengo siete años.

-Vaya, siete años… pues eres muy grande para tu edad.- contestó Luis. –Ven conmigo, este lugar no es seguro.- continuó tras escuchar el ruido que hizo un cristal al romperse en la parte de debajo de la vivienda, sin ser consciente de las consecuencias que eso iba a tener.


-¡Luis, tengo hambreee!- la voz de David le sacó de sus pensamientos.

-Vaya, ya estás despierto.- Le dijo mientras acercaba el cazo con la sopa a la mesa que había junto a la chimenea donde el fuego terminaba de consumir lo que quedaba de un par de troncos de los 
muchos que había en la leñera del refugio.

Desmontó los dos platos de su cantimplora, y vertió el contenido de ambos en ellos.

No sabía muy bien lo que harían mañana, pero lo que tenía claro es que ahora tenían que comer. 

Comer y sobrevivir.

Almas gemelas.



Sentada en el suelo y abrazando sus rodillas, le vinieron a la cabeza todos esos años de trabajo y esfuerzo, y todo ese sacrificio que tardó pero que finalmente logró dar sus frutos.

Atrás quedaron tantas lágrimas, las dificultades superadas y las trabas que pusieron en su camino por el mero hecho de pertenecer al sexo débil.

Recordó la mañana  del gran día, y cómo miraba orgullosa la imagen que se alzaba ante ella. Miraba con atención el reflejo en el que comprobaba que el uniforme estuviera impecable, esa imagen en la que veía satisfecha como el brillo de los zapatos sería capaz de deslumbrar a los presentes, o cómo la gorra estaba correctamente colocada, y su larga melena morena se encontraba perfectamente recogida en un moño. La camisa blanca almidonada planchada a conciencia resaltaba el moreno de su piel y esos preciosos ojos verdes, algo cansados tras todas aquellas horas de estudio, pero que ahora volvían a tener esa chispa de felicidad que creía haber perdido para siempre.

Parecía que que no había pasado el tiempo cuando tras comprobar que su hermana estaba perfectamente uniformada, ella hizo lo propio revisando que no hubiese ningún defecto en su uniforme para, tras ajustarle el nudo de la corbata, salir juntas de la camareta donde el resto de las aspirantes se disponían a pasar la última revista antes de la entrega de despachos.

No pudo reprimir que una lágrima cayese por su mejilla cuando le vino a la cabeza la imagen de la Capitán Olalla, orgullosa de las dos por haber acabado primera y segunda de la promoción, abandonando su rudeza habitual y su seriedad, se acercó a ellas y con una sonrisa las regañó por no haberse cosido su nombre en la solapa del uniforme, pues eran como dos gotas de agua y no era capaz de distinguirlas, al tiempo que las abrazaba entre las risas y los aplausos del resto de sus compañeras.

Apretó los puños con fuerza mientras un torrente de lágrimas caía por sus mejillas al recordar la letra del himno a los caídos que entonaron esa última vez y que siempre las había emocionado.  

De eso había ya mucho tiempo.

Pero ya sólo quedaban recuerdos.

Vendería su alma al diablo por poder retroceder en el tiempo y cambiar las cosas, aunque sabía en realidad que las dos almas eran una sóla y que el diablo se acabaría llevando las dos, tal y como estaba convencida de que había hecho, pero sin pacto de por medio.

Daría lo que fuese para volver a esa época en la academia en la las dos estuvieron a punto de tirar la toalla, pero los ánimos que se daban una a otra, pese a sus diferencias,  y el apoyo que se proporcionaron mutuamente logró que aguantasen.

Siempre habían estado muy unidas, a pesar de tener personalidades tan diferentes y le hubiese gustado que las dos hubiesen acabado sus vidas de la misma manera, pero el destino quiso cebarse con ella y la había dejado sola.

Maldijo a su hermana por haberse ido de aquella manera.

Llevaban toda la vida juntas, y así se lo hizo saber al jefe del Centro de Control de Enfermedades, quien a pesar de las reticencias iniciales, acabó cediendo y seleccionó a ambas para la unidad.

Ahora odiaba ese día con todas sus fuerzas.

Habían entrado en la unidad  casi dos años después de aquel primer incidente en Cartagena, la masacre en la que perdió la vida, entre otros, el Sargento recién ascendido Javier Aguilera, compañero de promoción con el que hasta entonces habían mantenían contacto.

Fue un hecho aislado, que taparon en los medios de comunicación, pero que puso en alerta al Ministerio del Interior que tuvo que preparar un plan urgente para poder afrontar con garantías los sucesos que se venían encima y que acabaron por superar las previsiones más halagüeñas.

La creación del Centro de Control de Enfermedades fue vendida a la sociedad como una especie de Unidad Sanitaria que se encargaba de controlar brotes de Enfermedades Infecciosas como el Ébola, si bien detrás de eso había una compleja estructura en la que además de una Unidad Sanitaria había entre otros un Servicio de Acción Rápido nutrido con los mejores agentes de los cuerpos de seguridad y del ejército.

Los golpes comenzaron de nuevo y la sacaron de su ensimismamiento, devolviéndola a la realidad.

Fue consciente de que todo había acabado y se puso en pie.

Un fuerte impacto logró astillar la puerta, y los gruñidos que venían del otro lado comenzaron a oírse con mayor claridad.

Abrió el armario y sacó la pistola de su funda, quitó el seguro y tiró de la corredera hacia atrás para que una bala quedase alojada en la recámara y se miró con determinación al arma.

Un nuevo golpe y la puerta se partió en dos.

Cerró los ojos y levantó la Beretta 92 FS de su hermana.

El monstruo se avalanzó sobre ella.

-Perdóname hermana. Te quiero.

Y disparó.

El cuerpo del monstruo cayó desplomado al suelo.

Se escuchó una segunda detonación.

El diablo sonrió tras llevarse dos almas por el precio de una.

sábado, 2 de junio de 2018

El primer ataque.



Esos momentos previos al amanecer en los que caminaba a buen ritmo sumido en sus pensamientos y aislado del mundo a su alrededor gracias a la lista de reproducción que metódicamente preparaba cada noche antes de acostarse, eran los preferidos de Jaime para encontrarse consigo mismo.

Aprovechaba la tranquilidad que le ofrecían las desiertas calles que atravesaba camino al trabajo mientras la ciudad aún dormía, para poner en orden sus pensamientos al ritmo de Queen o The Police, o para fantasear mientras sonaba la Banda Sonora de Supermán con la posibilidad de rescatar a alguien que caía a las vías, o reducir a algún terrorista que osase intentar perturbar la paz de su estación.

Llegó a la boca del metro de Nuevos Ministerios cuando todavía faltaban tres cuartos de hora para que comenzase su jornada laboral, por lo que tenía tiempo más que de sobra para tomarse el café junto a Pedro y Carlos, los compañeros que finalizaban el turno de noche esa mañana, y por qué no, flirtear con Elena, la taquillera que le volvía loco.

Entró en el minúsculo habitáculo del andén de la Línea 6 de metro que hacía las veces de vestuario y que estaba ocupado únicamente por seis estrechas taquillas y abrió la suya.

Mientras se cambiaba, su mirada se fijó en el reflejo que le ofrecía el pequeño espejo que colgaba del interior de la desvencijada puerta metálica. Pese a que el derrame que rodeaba el iris azul claro de su ojo izquierdo aún estaba presente, el moratón que, desde la pelea con aquel maldito inconsciente que había osado profanar los tornos de su estación, rodeaba su maltrecho ojo, y que durante los primeros días tanto había llamado la atención debido a la claridad de su tez y el amarillo pajizo de sus cejas, prácticamente había desaparecido.

Pese a que Jaime no era demasiado alto ni corpulento, no dudaba un instante en enfrentarse a cualquiera que no cumpliese las normas, pues él estaba allí para que todo funcionase en orden. Como ex policía se veía en la obligación de actuar siempre, utilizando la fuerza si para ello era necesario.

Cuando salió del vestuario, vio llegar corriendo a Carlos con la cara desencajada.

-¡Corre Jaime, están robando a Julián!-  le dijo con un grito ahogado intentando moderar la voz para que nadie le escuchase. –Pedro lo tiene reducido, es mejor que vengas a ver esto.

Julián era el vendedor de Cupones de la estación y algunos días les acompañaba en su café matutino, pues vivía sólo y su única familia eran los trabajadores de la estación.

Ambos llegaron corriendo al hall de la estación donde por suerte aún no había nadie pues aún quedaba media hora para que la estación abriese sus puertas al público.

Lo que vieron allí les dejó sin aliento, pues el pobre Julián yacía en el suelo rodeado de un charco de sangre que se iba haciendo cada vez más grande, mientras Pedro bufaba sentado sobre un joven con la cara desencajada que se retorcía con los ojos desorbitados mientras la espuma sanguinolenta que salía de su boca le cubría la barbilla.

-Este malnacido le ha mordido – dijo sin aflojar su presa. -Elena ha ido corriendo a llamar al 112, pero parece estar bastante jodido. ¡Le estaba mordiendo, me cago en la puta!, ¡Este hijo de puta le estaba mordiendo!- dijo señalando al cuerpo que yacía tendido en la estación mientras el joven al que tenía atenazado se intentaba liberar violentamente.

Jaime se acercó al cuerpo de Julián mientras Carlos ayudaba a engrilletar al joven que cada vez se mostraba más agresivo.

Se agachó a tomarle el pulso en la muñeca pero no lo encontró.

Respiró hondo, se frotó la mano, pues tenía los dedos entumecidos y volvió a intentarlo.

Nada.

Asustado por la gravedad de la situación, se colocó para comenzar a realizarle la maniobra de Reanimación Cardio Pulmonar tal y como le habían enseñado en el curso de primeros auxilios al que, como todos los vigilantes de seguridad, había asistido antes de empezar a ejercer.

-¡Carlos, se nos va! ¡Ayúdame, coño!- gritó Jaime mientras colocaba el cuello y abría la boca de Julián para, tras comprobar que la lengua estaba obstruyendo las vías respiratorias, introducirle dos dedos para intentar sacársela tal y como le enseñaron en la curso de primeros auxilios.

Todo ocurrió muy rápido.

Mientras la boca de Julián se cerraba repentinamente sobre los dedos de Jaime, el joven descontrolado se retorció de la presa de Pedro y de un mordisco seccionó su yugular.

El aullido de Pedro mientras soltaba al joven y se llevaba las manos a la herida del cuello por donde se le escapaba la vida, se solapó con el grito desgarrador de Jaime al ver cómo había perdido las dos últimas falanges de ambos dedos.

Carlos se paró en seco en medio de ambos, y contempló horrorizado el dantesco escenario que tenía ante sus ojos.

El joven sin nombre fuera de sí al que hacía unos segundos Pedro parecía tener completamente controlado, se abalanzó sobre su captor mientras lanzaba dentelladas como si de un perro de presa se tratase, mientras Jaime se arrastraba de espaldas hacia él, huyendo de lo que hace unos minutos era Julián y que en esos momentos comenzaba a levantarse entre terribles convulsiones.

Pedro cayó de rodillas mientras el joven desconocido se abalanzó sobre él y con un frenesí inhumano comenzó a morderle la cara, por lo que Carlos fue corriendo a ayudarle mientras sacaba la defensa del tahalí.

El monstruo en el que se había convertido Julián, estaba cada vez más cerca. Caminaba de forma convulsa con su mirada salvaje clavada en Jaime mientras su boca expulsaba una espuma sanguinolenta similar a la del ser que estaba sobre Pedro sin inmutarse por los golpes que Carlos le estaba propinando.

Cuando todo parecía perdido, la detonación que precedió a la explosión que hizo desaparecer la cabeza de Julián detuvo el tiempo.

Sonaron otras dos detonaciones mientras exhausto Jaime se tumbó en el suelo sujetando su maltrecha mano mientras su mirada se perdía en los fluorescentes de la estación.

Una cabeza cubierta por un gorro negro y lo que parecía una máscara antigas también negra con el logotipo del CCE ocupó su campo visual, y los fríos ojos tras la máscara le miraron un instante a los ojos antes de fijarse en su mano.

Jaime suspiró y le dedicó una leve sonrisa a su salvador.

-Señor, hay dos civiles que parecen estar bien, pero parece que ha mordido al otro.- dijo su salvador. – Si señor… lo se señor… por supuesto, procederé según lo establecido. No tenemos alternativa. Cambio y cierro.

El salvador apuntó con su fusil de asalto a la cabeza de Jaime y lo último que vio fue el fogonazo que precedió a la cuarta detonación que se escuchó aquella mañana y que por desgracia serían las primeras de muchas.

viernes, 1 de junio de 2018

Alergia.


Como si de una pesadilla se tratase, con paso lento y tembloroso, el joven agente del CCE entró en la última habitación de la vivienda donde su Capitán le había enviado, la cual se encontraba totalmente a oscuras debido al apagón que acababa de producirse.

Al parecer había aparecido un nuevo caso y debían actuar con total discreción y rapidez, pues no podían permitirse el más mínimo error.

Apuntó con la linterna a la cama donde yacía inerte el cuerpo sin vida de, si la información que le habían dado era correcta, Héctor Marín, junto al que había una especie de cuaderno.

Justo en el momento en el que se agachaba a recoger lo que finalmente resultó ser un diario, se restableció el fluido eléctrico, y la habitación quedó inundada por la luz.

Tras superar el sobresalto que le produjo el repentino encendido de la lámpara de la habitación, comprobó que la última entrada del diario parecía de hacía apenas unas horas.

“5 de enero de 2017

Hoy he amanecido bañado en sudor, y digo amanecido y no despertado porque no he podido pegar ojo en toda la noche debido al deplorable estado en el que me encuentro.

Casi arrastrándome he conseguido llegar al baño donde el penoso espectáculo que me ofrecía el espejo ha hecho que un escalofrío recorriera mi espalda… bueno, realmente no estoy seguro de que haya sido causado por la imagen deformada que veía reflejada, ya que los llevaba sintiendo desde la noche anterior.

Además de la habitual sombra de las ojeras que me llevan acompañando toda la vida, había algo más, pues podía apreciarse el tenue relieve de los numerosos capilares de mis párpados y que se extienden hasta la mitad de la frente y la parte de mis mejillas que deja ver mi cada vez más escasa barba, y que apenas disimula el ceniciento color de mi piel.

Observando el derrame que adorna mis ojos, he podido comprobar cómo mis pupilas estaban exageradamente dilatadas, tapando completamente el iris, y que puede ser el motivo por el que llevo días sufriendo hipersensibilidad a la luz, lo cual hace que sienta un terrible dolor, similar al de cientos de alfileres clavándose en mis ojos cada vez que miro directamente a alguna fuente de luz.

El extraño ronroneo que lleva días acompañando mi agitada y cada vez más débil respiración, puede estar causado por la ingente cantidad de moco parduzco que llevo expulsando con cada arranque de tos, y que son cada vez más frecuentes y dolorosos, haciendo que me retuerza de dolor con los más fuertes. 

He intentado abrir el armario del baño y me ha costado una barbaridad, pues sentía como si mi brazo pesase una tonelada, aunque finalmente he conseguido coger el cepillo de dientes tras lo que a mí me ha parecido un esfuerzo titánico.   

Mientras me lavaba los dientes, he notado como se me caía una muela, y al mirar mi maltrecha boca he comprobado asustado como las encías habían adquirido un alarmante tono verdusco, y en el hueco que ha quedado tan sólo había una perla de sangre negra coagulada.

Debería desayunar algo, pues llevo prácticamente todo el fin de semana sin comer, pero la mera idea ingerir algo sólido me da nauseas, por lo que creo que voy a acercarme al médico, aunque tal y como están de colapsados por este brote tan agresivo de alergia, no estoy seguro de que puedan atenderme.


Pues al final ha habido suerte y me han atendido tras esperar menos de lo que me imaginaba.

Me ha dado un fuerte ataque de tos en la atestada sala de espera, y una amable señora me ha ofrecido un clínex para taparme la boca y dejar así de salpicar a los niños que estaban correteando por allí.

Cuando ha cesado la tos y he mirado el pañuelo, este se encontraba perlado de pequeñas gotitas de sangre. Disimuladamente lo he guardado sin poder evitar fijarme en la diadema blanca que llevaba una de las niñas, que como me temía, también estaba manchada de los pequeños puntitos carmesí.

El médico nada mas verme ha dado un paso atrás y ha comenzado a vomitar preguntas a gran velocidad y a escribir atropelladamente en su cuaderno a medida que iba respondiendo. Ni me ha tocado y me ha recomendado quedarme en casa y que no salga bajo ningún concepto. También me ha dicho que esta misma tarde mandarían a alguien del CCE para que me diesen un tratamiento adecuado.

Si no me equivoco, el CCE es el Centro de Control de Enfermedades... y yo que pensaba que aquí en España no teníamos de eso. Me encantaría buscar algo de información al respecto en Internet, pero desde el último ciberataque no han sido capaces de restablecer los servidores caidos, y el servicio de Internet está limitado al Ministerio de Defensa y las Fuerzas y cuerpos de Seguridad.

Hay que joderse... me acabo de rascar la coronilla y me he llevado un trozo de piel bastante hermoso. Héctor, esto no se arregla con Paracetamol y reposo, me temo que es más grave de lo que creía. Algo huele mal, y no lo pienso sólo por mi olor corporal, que se ha vuelto nauseabundo, no... aquí hay gato encerrado.

He vomitado y creo que tengo fiebre.

Voy a intentar dormir un poco”.


Reconoció los síntomas y al instante supo lo que tenía que hacer. Abrió la pequeña lata que llevaba consigo y vertió el queroseno inflamable sobre el cuerpo sin vida de Héctor, que estaba comenzando a despertar.

Encendió el mechero y prendió el pequeño reguero del líquido inflamable que condujo la llama hasta la cama, la cual comenzó a arder con violencia entre los gritos de lo hasta hacía un par de horas era Héctor.

Cerró la puerta tras él, y se marchó mientras las llamas devoraban la vivienda.

De nuevo habían conseguido pararlo a tiempo… ¿Hasta cuando duraría esa suerta?