Con la mirada perdida en algún punto del infinito al otro
lado de la ventana, mecido por el traqueteo del tren mientras el paisaje fugaz
pasaba inadvertido ante sus ojos, Manu ponía en orden sus pensamientos y reflexionaba
sobre lo que había ocurrido.
Le costaba llegar a comprender cómo, sin apenas darse
cuenta, la rutina que durante casi cuarenta años le había tenido atrapado, y que le
había llevado a recorrer a diario el mismo trayecto en tren desde su casa hasta
llegar a su destino, se había visto bruscamente modificada por el extraño
suceso del día anterior.
Precisamente había sido esa rutina la que le había llevado a perderse entre tantos libros, acompañando a tantos otros personajes en sus aventuras, llegando a perder la cuenta de
cuántos había leído. De hecho no recordaba cuándo fue la última vez que cruzó más de
dos palabras con alguien, si es que alguna vez lo había hecho hasta el día anterior.
Sin embargo todo cambió tras finalizar su último libro.
Al levantar la vista tras leer aquel maravilloso epílogo en
el que el autor de aquella novela hacía una bella reflexión sobre la violencia
de género, y la imagen deformada que los monstruos ofrecen a la sociedad, se
encontró con aquellos fríos ojos azules que le miraban fijamente.
Desvió la mirada y tragó saliva mientras guardaba el libro
en su cartera de piel.
Cuando volvió a mirar al desconocido, este seguía inmóvil,
clavando su gélida mirada en sus ojos.
-Pu…- no le salían las palabras y tuvo que aclararse la
garganta - …¿puedo ayudarle en algo?
A modo de respuesta, y sin dejar de mirarle fijamente, el
desconocido sacó un pequeño paquete del bolsillo interior de su chaqueta, y se
lo tendió a Manu.
Lo cogió y al abrirlo sus ojos se abrieron como platos.
En su interior había varias decenas de fotografías, todas
ellas de Manu leyendo en el tren a lo largo de todos estos años. Todas ellas babían sido tomadas desde el mismo ángulo sin que se diese cuenta.
Incluso pudo una de aquel primer viaje en tren el día que empezó a trabajar, ataviado con su mejor traje.
Tras ver todas las fotografías, alzó la vista para buscar de nuevo al
desconocido, pero ya no estaba.
De hecho el vagón estaba completamente vacío.
Volvió a mirar con detenimiento aquellas estampas, y comprobó que en todas ellas
sostenía un libro en sus manos, pero al fijarse bien, se percató de que
había algo extraño en aquellos libros.
No tenían títulos sino nombres: Antonio Sánchez, Julián Gómez, Pedro Pulido, Jaime Sanz…
No tenían títulos sino nombres: Antonio Sánchez, Julián Gómez, Pedro Pulido, Jaime Sanz…
Contó treinta y nueve fotografías, todas ellas similares y con aquellos extraños libros donde, en el lugar que deberían ocupar sus
títulos, aparecían los nombres de las personas que Manu había ido perdiendo por
el camino durante todos esos años: sus padres, familiares, amigos, compañeros
de trabajo...
Las guardó con cuidado y se puso en pie para salir del tren,
pero llamó su atención un pequeño bulto que había bajo el asiento de aquel
desconocido.
Un libro.
Con un escalofrío recorriéndole la espalda, recordó el
terrorífico título de aquel libro: Manuel Fernández.
Su nombre.
Y resignándose dejó de mirar a través de aquella ventana
para volver a su rutina por última vez.
Comenzó a leer.