miércoles, 3 de octubre de 2018

El juego de Sverenson.



El bullicioso fin de jornada quedó atrás, y la calma comenzó su reinado diario, ese que debería durar hasta primera hora de la mañana siguiente.

Sin embargo el frenético sonido de un teclado llamó la atención de Carlos, quién solía ser siempre el último en salir.

Se acercó al centro de la centralita para detectar de dónde provenían aquel sonido.

Era Carmen.

-Veo que hoy no voy a ser el último.- le dijo a modo de despedida. –No olvides cerrar la puerta cuando te vayas.

-Si me esperas dos minutos, bajo contigo.- respondió sin levantar sus ojos verdes de la pantalla donde las líneas de código se iban sucediendo a una velocidad vertiginosa.-Esta maldita subrutina se me ha resistido, pero parece que por fin me he hecho con ella. No me acostumbro a este maldito lenguaje… ¡con lo sencillo que era todo antes!

Carlos dejó su bolso sobre la mesa que había junto al desordenado escritorio de la joven y se sentó a una distancia prudencial de ella, pues le gustaba mantener las distancias.

-No tengo prisa, tómate tu tiempo.- dijo mientras se fijaba en las manos que se movían de forma endiablada sobre aquel teclado.

Asintió con la cabeza mientras volvía a perderse entre las líneas de código.

Carlos nunca se había fijado en sus rasgos, de hecho no se había fijado en los rasgos de ninguno de sus compañeros, pues era tan tímido que rara vez solía mirar a los ojos de las personas con las que trataba.

Le pareció una chica bastante atractiva, aunque sabía que jamás reuniría el valor suficiente para ir más allá de una conversación de ascensor, o como ahora, de quedarse esperándola para acompañarla hasta el coche.

Nunca había estado con una chica, y estaba seguro de que nunca lo estaría.

No lo necesitaba, o al menos era lo que se repetía constantemente.

Bajó su mirada hasta que volvió a fijarse en sus manos, que no bajaban el ritmo y parecían golpear las teclas cada vez con más fiereza.

Hasta que por fin pararon.

-Creo que ya está.- Anunció con voz alegre. –Ahora deja que pase el depurador y vea si funciona… -  Dijo mientras comenzó a mover el ratón rápidamente mientras pulsaba en diferentes zonas de la pantalla.- ¡Estupendo! Me ha costado pero por fin lo he conseguido.

Apagó el ordenador y cogió su chaqueta del respaldo de su silla, colocándosela en el brazo.

-Cuando quieras.- Dijo mientras miraba su reloj.- Al final te he entretenido más tiempo del que esperaba, pero quería irme tranquila a casa, porque si no luego me paso la tarde dándole vueltas a todo.

-Si, a me pasa igual.- Contestó Carlos bajando la vista sin darse cuenta.-Yo también le doy vueltas a todo.

-¡Eh! Que estoy aquí arriba, que eso son mis tetas y no hablan.- Dijo Carmen sonriendo al ver cómo el tono de las mejillas de Carlos comenzaban a ruborizarse a gran velocidad.

-Eh…eh…eh…- comenzó a balbucear.

-¡Jajajaja! Estaba bromeando.- dijo tratando de quitarle hierro al asunto, consciente de que aquella situación era bastante violenta para su compañero. –Para compensar la espera te invito a una cerveza, y no acepto un no por respuesta. Como mucho te dejo elegir el sitio.

No conocía ningún sitio, de hecho a sus treinta y tres años ni siquiera había probado la cerveza, pero aún así se aventuró.

-¿Por qué no vamos a El 12?- dijo Carlos esperanzado en que no le preguntase por otro bar, pues era el único cuyo nombre recordaba.

-Mejor no, que desde que murió aquel pobre desgraciado está vacío.- Negó ella haciendo una mueca de rechazo.- Vamos mejor al Bar Manolo, que ponen unas tapas estupendas, y tengo bastante hambre, pues mira qué hora es y todavía no he comido.

Carlos asintió con la cabeza y levantó la mirada, encontrándose frente a los ojos de Carmen, que brillaban con tal intensidad que por un momento pudo verse reflejado en ellos.

Sintió un cosquilleo en el estómago.

Ahora fue ella la que bajó la mirada hacia su bolso, donde comenzó a guardar varias tarjetas, los pen drives y una pequeña esfera de cristal que tenía sobre una pila de papeles.

-¡Venga, vámonos!- dijo con voz alegre mientras empujaba a Carlos agarrándole de la mano.

El contacto con su piel hizo que a Carlos se le pusiera la piel de gallina.

Cerraron la puerta tras ellos y llamaron al ascensor.

Mientras bajaban sintió un irrefrenable deseo de besarla, pero su timidez no le permitió dar el paso.

Ella le miraba divertida.

También le gustaba, pero sabía que no podía permitirse el lujo de tener una relación.

Salieron a la calle y tras cerrar la puerta del edificio, que quedó totalmente vacío y en silencio, tomaron rumbo al bar.

En el exterior los últimos rayos de luz hacía un buen rato que habían dado paso a un cielo negro, sin luna, mientras la temperatura comenzaba a desplomarse. En breve comenzaría a helar.

La calle estaba prácticamente desierta, pues los trabajadores hacía tiempo que se habían marchado a sus hogares, o a algún local donde poder saciar su sed de alcohol y evadirse en buena compañía.

Era poco más de media tarde en aquel día cercano al solsticio de invierno, y en los escaparates ya parpadeaban las luces navideñas.

-¡Brrrr! ¡Joder, qué frío!-Exclamó Carmen frotándose los brazos.

-Si lo hace, si…-mintió Carlos, que en la vida había tenido tanto calor como en ese momento.

De repente todas las luces se apagaron, sumiendo la calle en una oscuridad total.

-Vaya, empezamos bien la tarde.- Dijo Carmen ligeramente inquieta.

Carlos sonrió tímidamente y trató de decir algo, cuando un silbido agudo cortó el frió aire que los envolvía.

Una expresión de asombro quedó grabada en su rostro mientras la cabeza se le separaba del resto del cuerpo y caía al suelo, dando un golpe seco.

Su cuerpo decapitado todavía en pie comenzó a convulsionar, dando dos torpes pasos hasta que cayó a un par de metros de la cabeza.

-¡Joder! – Exclamó Carmen mientras volvía corriendo sobre sus pasos.-Otra vez no.- Se dijo a sí misma mientras reventaba la cerradura de la puerta de una patada.

A su espalda escuchó un estruendo metálico seguido de un silbido, lo que hizo que se agachara justo cuando la puerta por la que acababa de entrar pasaba a escasos centímetros de su cabeza, llegando a rozar su larga cabellera morena, para acabar estrellándose contra el ascensor.

De un salto entró en el baño de mujeres mientras sacaba de su bolso la misteriosa esfera de cristal, que presentaba un tono verde brillante, lo cual no hizo otra cosa que confirmarle sus peores temores.

Era él.  

Se remangó la manga derecha, dejando al descubierto un tatuaje tribal negro con forma de brazalete, justo cuando la puerta del baño salió disparada golpeándola en la espalda.

El golpe hizo que la esfera se le escapara de las manos y salió rodando hacia uno de los cubículos.

Gateó hasta alcanzarla, justo cuando unas manos tiraron con fuerza de ella hacia atrás, arrojándola por los aires.

Una décima de segundo antes de impactar contra la pared, con un rápido movimiento, consiguió colocar la esfera en el centro del tatuaje, haciendo que emitiera un brillo cegador.

El tiempo se detuvo un instante, el suficiente para que millones de pequeñas escamas de color turquesa recubrieran todo su cuerpo, y para que un yelmo en forma de cabeza de lobo cubriera su cabeza.

En su mano derecha apareció una gran espada en cuya hoja el fuego crepitaba con violencia.

No acabó de ponerse en posición de defensa cuando un coloso de armadura roja, cuyo rostro estaba cubierto por un yelmo que representaba la cabeza de dragón, arremetió contra ella empuñando una guadaña negra como el azabache.

-Veo que por fin me has encontrado, Athralad.- Exclamó llena de ira. Acto seguido blandió la espada aguardando el ataque. –Llevo siglos esperando este momento.

-¡¡Sverenna!!- Gruñó una voz grave tras el yelmo mientras lanzaba la guadaña contra ella, que impactó contra la espada, apagando las llamas que la envolvían.

Comenzaron una danza mortal en la que aquella colección de golpes hacía saltar chispas de sus armaduras.

Justo en ese momento, un diestro giro de muñeca de la joven acabó por partir la guadaña en dos, y sin darle tiempo a reaccionar hundió la espada en el cuello de Athralad, para después, con un rápido movimiento, cercenar su cabeza.

En el mismo instante que los restos de su atacante tocaron el suelo se volatilizaron.

Todo quedó en silencio.

No se escuchaba más que la respiración agitada de Sverenna.

-¡Has estado fantástica!- Dijo de repente una voz a su espalda.

Se giró y se encontró con un niño rubio de enormes ojos verdes y una sonrisa sin dientes que destacaba en su rostro redondeado y lleno de pecas.

Sin embargo, pese a su aspecto vulnerable, los ojos de aquel niño transmitían una serenidad y una sabiduría que contrastaban con el resto de su cara.

-Majestad, no debería mostrarse de forma tan imprudente, es peligroso. – saludó Sverenna mientras hincaba una rodilla en el suelo y agachaba la cabeza en señal de respeto tras quitarse el yelmo.- Athralad era solo una avanzadilla del ejército de Sverenson. Pronto vendrán más. Debemos huir. No comprendo cómo han podido encontrarnos en esta galaxia.

-Creo que hemos subestimado a tu padre.- Respondió el monarca endureciendo la mirada mientras apretaba los puños.- Ya ha muerto demasiada gente por mi culpa. Quizás lo mejor sería entregarme.

-¡Jamás! – Negó la joven.- ¡Derramaré hasta la última gota de mi sangre para protegerle!- Añadió mientras se incorporaba.

Un silbido precedió a la flecha que impactó de lleno en su torso, atravesando la coraza de escamas y abriendo el corazón de Sverenna como si de un libro se tratara.

Todo quedó en silencio y la oscuridad fue total.

Dos palabras aparecieron delante de sus ojos.

GAME OVER.

Lleno de furia, Carlos arrojó las gafas de realidad virtual contra la pared, donde saltaron en pedazos.

-Siempre me matan en el mismo punto. Es imposible pasarse este jodido juego.

lunes, 1 de octubre de 2018

Soledad.



Sentado frente al plato de guisantes, con un vaso de vino tinto como único testigo de su soledad, Jesús intentaba comer algo sólido, pero le resultaba imposible.

Había pasado más de una semana, pero la mera idea abrir la boca y acercarse el tenedor cargado con tan sólo dos guisantes, le producía arcadas.

Tenía el estómago completamente cerrado.

Su cuerpo le seguía pidiendo alcohol.

Pese a llevar nueve días sumido en un estado de embriaguez continua, no era capaz de olvidarla.

Cuanto más borracho acababa el día, más la recordaba al día siguiente.

A medida que pasaba el tiempo, más profunda se hacía esa sensación de vacío y esa angustia que le producía la soledad.

De un sorbo se acabó el vino y se puso en pie.

Tras recuperarse del mareo inicial y cuando la cocina dejó de dar vueltas a su alrededor, cogió el plato de plástico lleno de guisantes.

Con paso errático se dirigió al oxidado fregadero y corrió la cortinilla a cuadros que escondía el cubo de basura donde arrojó los restos de su frugal cena.

Debido a su estado, no acertó y parte del contenido del plato cayó al suelo, haciendo que una jauría de guisantes saliese rodando en todas direcciones por aquel suelo de gres blanco lleno de lamparones que había conocido tiempos mejores.

Llamó su atención uno de ellos, el cual acabó su recorrido al chocar contra la pata de la desvencijada mesa de pino a cuyos pies descansaban innumerables botellas de vino vacías.

Recordó el día que compró aquella mesa, pues fue el día en el que la vio por primera vez.

Suspiró y sintió el ardor de la bilis subiéndole por el esófago.

Tuvo el tiempo justo para meter la cabeza en el fregadero y vaciar todo el contenido de su estómago sobre parte la colección de vasos y copas sucias que llevaba ya demasiados días acumulándose.

Se enjuagó la boca, y con paso tambaleante se dirigió al pequeño cuarto de estar, que estaba sólo iluminado por la tenue luz del televisor en blanco y negro que descansaba sobre un pequeño mueble  junto a la polvorienta estantería repleta de libros.

Aquel televisor que tantos años había permanecido apagado, prácticamente olvidado, llevaba encendido desde el día que ella murió, pues el sonido de aquel estúpido aparato era su única compañía.

Se sentó en el cuarteado sillón de escay, que se encontraba frente al televisor con la mirada perdida en algún punto del pasado, dejando pasar los minutos hasta que por fin se quedó dormido.

Soñó con ella.

Ambos corrían por un prado verde colmado de pequeñas flores violetas con cientos de pequeñas mariposas blancas revoloteando a su alrededor.

En el sueño trataba de acariciar su pelo, ese pelo sedoso que tanto anhelaba, pero que nunca llegaba a tocar, pues cuando parecía que las yemas de sus dedos llegaban a su destino, ella se comenzaba a alejar más y más, y a disolverse como si de una columna de humo se tratase.

Se despertó sobresaltado con el rostro cubierto de lágrimas y se puso en pie.

Los primeros rayos de luz colaban entre las lamas de la persiana iluminando los millones de motas de polvo en suspensión que parecían bailar frente a él.

Se acercó a la pequeña mesilla donde descansaba un viejo teléfono de góndola de color rojo.

Sintió una punzada de dolor cuando vio su collar junto al teléfono.

Lo cogió y se lo acercó a la nariz, aspirando profundamente para aspirar su aroma.

Olía a ella.

Lo acarició y volvió a dejarlo donde estaba.

Se sentía tan sólo.

Había pasado diecisiete años sin separarse un solo día de ella.

Diecisiete años que pasaron volando, como pasa el tiempo cuando uno se encuentra bien.

Los dos últimos años los pasaron acompañados por un invitado a quien nadie llamó, pero que se presentó un día y comenzó a devorarla por dentro hasta que al final consiguió llevársela para siempre. 

Nunca antes se había sentido tan querido, tan necesario y tan vivo, y ahora le faltaba todo aquello.

Estaba sólo.

Ya no volvería a ver esos ojos mirándole con devoción y con una lealtad que sólo quien ha tenido alguna vez un perro podría llegar a comprender.