jueves, 27 de septiembre de 2018

La tormenta (2ª parte-Final).



De repente todo quedó en silencio.

Cuando abrió los ojos no había absolutamente nada.

Todo hasta donde alcanzaba la vista era blanco e inmaculado, y no se distinguía forma alguna.

Se giró en redondo buscando algo que le orientase, un edificio, una silueta, cualquier objeto que le resultase familiar, pero no logró localizar ni tan siquiera un punto en medio de aquella blancura infinita.

Alzó la vista y todo era blanco.

Miró al suelo y lo único que vio de otro color fueron sus botas.

Ni siquiera proyectaba sombra, pues parecía que la luz que lo iluminaba todo provenía de todas partes.

Comenzó a caminar, pero sin un punto que le sirviera de referencia no sabía en qué dirección iba.  Podría estar dando vueltas en círculo sin saberlo, por lo que decidió detenerse.

Tras meditar durante unos instantes, optó por quitarse la chaqueta y dejarla para que le sirviera de referencia y comenzó a caminar sin perderla de vista.

Cuando se encontraba a una distancia prudencial, hizo lo mismo con los pantalones.

Tras quedarse completamente desnudo, y cuando estaba a punto de perder de vista la última bota que se había quitado, divisó a lo lejos un punto negro.

Salió corriendo hacia él.

Un grito desesperado salió de su garganta cuando comprobó que se trataba de la chaqueta que acababa de quitarse.

Continuó caminando y fue recogiendo el resto de prendas.

No tenía la más mínima noción del tiempo, y desorientado como se encontraba, decidió sentarse en el suelo.

Intentó quedarse dormido con la esperanza de que al despertar todo hubiese sido un mal sueño, pero no lo consiguió, pues abría los ojos a cada momento esperando volver al cubículo de nuevo.

Fruto de la rabia, golpeó el suelo con los puños, y fue entonces cuando todo cambió de color.

El blanco inmaculado que hasta hacía unos instantes reinaba por todas partes, dio paso a un color marrón rojizo.

Volvió a golpear el suelo con fuerza, pero esta vez nada ocurrió.

Comenzó de nuevo a caminar, hasta que divisó un punto en la lejanía.

A medida que se iba acercando, no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos.

Se trataba de la misma chaqueta que llevaba puesta, en la misma posición que la había dejado la primera vez.

A medida que se acercaba a la chaqueta notó una extraña sensación, entrecerró los ojos y vio como una figura se aproximaba también a la chaqueta.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se percató de que era uno de esos malditos clones.

El clon estaba completamente desnudo, y como había hecho él unos instantes antes, cogió la chaqueta y se la puso.

Comenzó a seguirle a una distancia prudencial, mientras el clon iba recogiendo las prendas que había dejado por el camino.

Observó durante unos instantes al clon tumbado en el suelo, y como al cabo de unos instantes golpeaba el suelo con los puños, fruto de la rabia que él mismo había sentido.

El color volvió a cambiar.

Ahora todo pasó a ser de color verde.

Iván se acercó a su clon, y ambos se observaron durante unos instantes midiendo sus fuerzas.

Al cabo de unos instantes ambos se relajaron.

Iván tomó la iniciativa e indicó a su clon que le siguiera.

Caminaron juntos hasta que encontraron de nuevo la chaqueta, y cuando un nuevo clon apareció en escena, comenzaron a seguirle.

Sin saber por qué, algo impulsaba a Iván y a sus clones a repetir el bucle una y otra vez.

Aquello era tan extraño que no supo oponerse a la extraña fuerza que le arrastraba a continuar.

Al ver cómo el último de los clones tampoco conseguía dormirse, todos golpearon el suelo con rabia a la vez, y se produjo una tremenda explosión cegadora que obligó de nuevo a Iván a cerrar los ojos con fuerza.

Al abrirlos, allí estaba de nuevo, en aquella extraña ciudad en cuarentena, completamente desnudo bajo la lluvia torrencial.

Sus clones empezaron a desmoronarse como castillos de arena a medida que el agua caía sobre ellos.

Mientras la tormenta se disolvía al igual que lo acababan de hacer sus clones, y regresaba a su habitación, bajó la vista a sus manos y vio como en una de ellas aún sostenía la bolsita de plástico que contenía la última pastilla de LSD-STORM que le quedaba, aquella droga que estaba causando furor.

En breve el efecto habría pasado, y volvería a ser un anciano postrado en su silla de ruedas.

Esta vez el viaje había sido mucho más intenso que en otras ocasiones, y a punto había estado de costarle la vida.

Paradójicamente llevaba tantos años sin sentirse tan vivo que supo lo que debía hacer.

Sus dedos temblorosos cogieron la pastilla y mientras dos lágrimas recorrían sus mejillas.

La miró y se la metió en la boca para terminar su viaje.

Cerró los ojos y una nueva tormenta se desató en su cabeza.

Una tormenta que jamás amainaría.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

La tormenta. (1ª Parte)


La lluvia comenzó a caer con más fuerza sobre la caseta prefabricada donde había encontrado refugio.

Tan sólo unos meses antes, en la televisión y en la radio no se hubiese hablado de otra cosa, y la noticia de aquel terrible tifón habría ocupado las páginas principales de todos los periódicos del país durante los días previos, pero esta vez aquello pilló completamente desprevenido a Iván, que comenzaba a tiritar aterido de frío.

Llevaba caminando un par de horas bajo la lluvia buscando un lugar donde guarecerse, pero todas las puertas con las que se fue topando habían sido soldadas y presentaban aquel maldito precinto rojo.

Se encontraba tan desesperado y al borde de la hipotermia que no le extrañó lo más mínimo que aquel cubículo de dos plantas no estuviese también sellado.

Si su mente hubiese estado algo más despejada, se le habrían encendido todas las alarmas ante la puerta entreabierta que acababa de cruzar y que cerró y aseguró con el doble cerrojo que tenía instalada.

Debido a la oscuridad, tampoco se percató del reguero de sangre reciente sobre el que había pasado cuando entró en la pequeña oficina donde comenzó a quitarse la ropa completamente empapada.

Ya habría tiempo de buscar algo con lo que vestirse. Lo importante ahora era impedir que su cuerpo se enfriase más.

El sonido de la lluvia golpeando con furia aquella estructura le impedía escuchar los gemidos que se iban acercando hacia aquel cubículo.

Completamente desnudo, estaba demasiado ocupado forzando la taquilla que encontró en el aseo como para darse cuenta de que unos misteriosos ojos le observaban.

Asombrado ante la suerte que había tenido al encontrar una muda de ropa completa, incluyendo aquel par de botas técnicas, no escuchó como aquella respiración entrecortada se iba acercando a él.

El ruido de los golpes hizo que se girase una décima de segundo antes de que aquella sombra se abalanzara sobre él.

Retrocedió hasta que su espalda chocó contra la puerta de la taquilla mientras aquel ser se dirigía hacia él con paso errático y lento, pero con una determinación que nada podría parar.

La intensidad de los golpes en el exterior aumentaba a medida que disminuía la distancia que le separaba de aquel ser.

De manera instintiva agarró la taquilla y la hizo caer sobre aquel ser terrorífico.

Pese a no alcanzar de lleno su objetivo, la taquilla arrastró en su caída al ser y dejó libre una vía de escape que Iván aprovechó.

Tras salir de aquel aseo, se dirigió a la parte superior del cubículo a través de las escaleras, y fue entonces cuando se percató del reguero de sangre que ascendía por ellas.

Se paró en seco y puso  todos sus sentidos alerta.

Pese a la lluvia de golpes que azotaba el cubículo, lo oyó.

Al principio no era más que un suave susurro, pero a medida que ascendía por las escaleras y se iba acercando al origen de aquel sonido, comenzó a ser consciente de que se había metido, sin quererlo, en una trampa de la que le sería muy difícil salir.

Todo su cuerpo se tensó al verlo.

Muy lentamente se giró y comenzó a bajar, pero el ser con el que se encontró en el aseo le esperaba al pie de la escalera.

Estaba rodeado.

Cada vez estaban más cerca.

No tenía escapatoria.

Cuando ambas criaturas se encontraban a escasos centímetros de Iván, la puerta del cubículo cedió y una estampida de esos seres invadió el lugar.

Instintivamente Iván se agachó y cerró los ojos con fuerza esperando lo inevitable.

Todo estaba perdido.

Pero nada ocurrió.

Cuando abrió los ojos todo se encontraba iluminado por una intensa luz azulada.

Todos sus clones habían quedado paralizados.

Iván se puso en pie sin entender nada de lo que estaba ocurriendo.

Comenzó a caminar entre esos seres que aparentemente eran idénticos a él, los mismos que habían arrasado el país, y quién sabe si el planeta entero, devastándolo todo a su paso.

No supo cómo empezó, ni mucho menos por qué todos eran idénticos a él, pero de lo que estaba seguro era que cada vez había más, y a tenor de lo que había podido presenciar en más de una ocasión, su capacidad de destrucción iba más allá de lo que su mente era capaz de concebir.

Cuando alcanzó la puerta, vio el origen de aquella extraña luz que lo iluminaba todo.

Dos policías le encañonaban parapetados tras un coche patrulla.

Uno de ellos parecía dirigirse a él, pero la furia de la tormenta le impidió escuchar una sóla palabra.

Iván vio de reojo como todos los seres que había dejado a sus espaldas comenzaron a moverse de nuevo.

Levantó las manos lentamente.

Justo cuando sus clones se lanzaron contra la policía y comenzó la lluvia de disparos, cerró los ojos.

martes, 25 de septiembre de 2018

Ocho escalones.


                Acompañado tan sólo por su agitada respiración y el sonido de sus pasos, Josué enfiló el último tramo de aquellas oscuras escaleras antes de llegar a la puerta del pequeño apartamento que había comprado en las afueras.

Le costaba respirar y sentía calambres en las piernas, pero se había prometido a sí mismo no volver a utilizar el ascensor desde que, hacía tan sólo dos días, se quedó encerrado durante cuatro horas hasta que consiguieron rescatarle.

Y él siempre cumplía sus promesas.

Siempre las cumplía desde la última vez que mintió.

Todavía le quedaban ocho escalones para llegar a su meta, todo un infierno en el que los viejos demonios de su pasado comenzaron a desfilar ante él haciendo que el ascenso se tornara imposible.

 Mientras miles de agujas se clavaban en sus pantorrillas al subir el primer escalón, recordó la primera vez que mintió a su madre. Aquel gatito blanco que le regalaron, y cuyos intensos ojos azules volvía a tener ante él, no se escapó como les hizo creer, sino que su cuerpo eviscerado descansaba enterrado en el jardín de aquella casa unifamiliar donde sus padres habían decidido afincarse cuando se enteraron de que esperaban a su primer hijo.

Aquella fue la primera vez que mató.

Al ascender al segundo escalón, sus tobillos emitieron un gruñido de protesta, pues sus casi ciento cincuenta kilos llevaban hasta el límite sus maltrechas articulaciones a cada paso que daba, mientras recordaba como el pequeño cuerpo de su hermanita dejaba de moverse bajo la almohada con la que había decidido hacerla dormir para siempre.

Aquella fue la última vez que mintió a su madre.

El tercer escalón le hizo aullar de dolor, pues al intentar aferrarse a la barandilla sus dedos resbalaron y clavó las espinillas en el filo del cuarto escalón. Al día siguiente tendría un buen moratón, como el que rodeaba su ojo aquel día en el que mintió a su profesora cuando esta le preguntó por el origen de aquel color violáceo, y que, lejos de haber sido causado por el golpe contra su mesilla de noche, tal y como él afirmó, fue producido por los nudillos de su padre... o lo que quedaba de su padre, ya que tras la muerte de Alba, y el posterior suicidio de su madre, se refugió en la bebida para olvidarse de todo, incluso de las funciones que, como padre, quedaron sin desempeñar.

Aquel fue el primero de muchos golpes.

Sentado en el cuarto escalón acariciándose la zona dolorida, recordó como abrazado a su tía, esta intentaba consolarle acariciándole el pelo, tratando de mitigar aquel falso dolor que mostraba por la muerte de su padre, mientras él, no tanto por el roce de los turgentes senos de aquella despampanante mujer, sino por la presencia de aquel cuerpo frío y sin vida, sufría una dolorosa erección que tuvo que aliviar con furia una vez se quedó a solas por última vez con su padre, cuya muerte fue una nueva mentira, al igual que ocurriera años atrás con su madre.

Aquella fue la última vez que se dejó abrazar por nadie.

Haciendo un esfuerzo titánico consiguió coronar el quinto escalón, y un atisbo de euforia le invadió, como la que sintió mientras la vida de su compañera de clase se escapaba entre sus dedos en aquel solitario parque donde la había llevado con la falsa promesa de hacer, bajo la complicidad de las sombras, lo que  tantas veces ella le había pedido.

Aquella fue la primera de muchas presas.

Cogió aire e impulso para alcanzar el sexto escalón, donde le visitó el recuerdo de aquella revisión médica en la que mintió a los doctores cuando le preguntaron por el tipo de dieta que seguía para haber alcanzado el descomunal peso que marcaba la báscula, mientras los cuerpos descuartizados de sus presas aguardaban en su nevera a formar parte de alguna de aquellas deliciosas recetas con las que agasajaba a sus invitados.

Aquella fue la última vez que visitó a un médico.

Ya en el séptimo escalón, donde vació todo el contenido de su estómago, rememoró el día en el que todo cambió, aquel día en el que tras haberla engañado, como a tantas otras, y justo cuando estaba a punto de culminar su ritual, igual que en todas las demás ocasiones, algo despertó en él una extraña sensación que nunca antes había vivido y que hizo que en el último momento decidiera dejarla con vida, pues ella estaba disfrutando tanto como él, y cuando deshizo sus ligaduras, le confesó que tenía sus mismas intenciones.

                Aquella fue la primera vez que se enamoró.

             Cayó desplomado sobre el octavo escalón, entre convulsiones mientras la puerta de su casa se abría y ella se acercó a él con su perversa sonrisa. Se agachó y mientras le mesó el cabello con una mano, le clavó la jeringuilla que sostenía con la otra, inyectándole una dosis letal del veneno que llevaba días debilitándole.

                Aquella fue la primera y la última vez que alguien le engañaba.

                Al dejar de respirar todo se tornó negro y sintió como si flotase atraido hacia una intensa luz que le hizo cerrar los ojos con fuerza.

                Al abrirlos de nuevo vio ante él a aquel gato blanco con sus enormes ojos azulados mirándole fijamente, al mirar sus manos comprobó que sostenía aquel cuchillo con el que empezó todo.

                Entonces lo entendió y supo lo que tenía que hacer.

                Mientras el gato ronroneaba frotándose contra él, terminó de enterrar aquel cuchillo.

                Aquella fue su segunda oportunidad.

               

domingo, 2 de septiembre de 2018

Desaparecidos.




Mientras el cigarrillo se consumía olvidado, el tiempo corría vertiginoso en aquella carrera contrarreloj.

Desesperado seguía hojeando los expedientes de aquellas misteriosas desapariciones que le tenían contra las cuerdas.

Si no lo impedía, en menos de una hora volvería a suceder.

Una tormenta de ideas arreciaba sobre su cerebro mientras el reloj corría a toda prisa en su contra.

Sus más de veinte años de experiencia en policía judicial no le habían servido de nada y ahora estaba desesperado, pero no podía resignarse.

No se lo podía permitir.

Llevaba tres meses al frente de aquellos casos, y no había conseguido nada.

De hecho la montaña que formaban las carpetas con los expedientes de cada caso no había hecho más que crecer.

Todas esas desapariciones seguían un mismo patrón: la víctima salía de casa el viernes y ya no regresaba, sin que nadie llegase a verlas, sin que pudiese confirmarse que habían llegado a salir de su domicilio, tal y como ocurrió con la primera desaparecida.

En aquella ocasión todas las sospechas recayeron sobre el marido y fue tratado como un caso más de violencia de género, pero 72 horas bastaron para demostrar que no había sido así, pues con el marido detenido y a punto de pasar a disposición judicial, apareció el cuerpo, o al menos un cuerpo que todo apuntaba a que era el de aquella pobre mujer.

En todos los casos que sucedieron después, el desenlace había sido el mismo, y en todos ellos los cuerpos que fueron apareciendo tras cada aparición no habían podido ser identificados.

El Brigada Santos dio una fuerte calada a lo que quedaba de su cigarrillo y lo aplastó con furia contra el cenicero, haciendo que varias colillas cayesen al suelo para unirse a las que allí descansaban, y que habían sido testigos mudos de los titánicos esfuerzos del agente por encontrar un resquicio de luz en aquellos extraños casos.

Las imágenes de aquellos cuerpos volvieron a su cabeza.

Habían perdido totalmente la pigmentación de la piel, y no quedaba rastro de pelo en ninguno de ellos.

Pese a que no había sido posible identificar a ninguno de los cuerpos, dada la pérdida de las impresiones digitales de las llemas de los dedos, que aparecieron completamente lisas y la imposibilidad de realizar las pruebas genéticas, pues todos los análisis que se habían realizado habían dado resultados no concluyentes debido a que no había rastro alguno de ADN, los rasgos físicos apuntaban a que aquellos cuerpos pertenecían a las personas desaparecidas.

Todos aquellos extraños cuerpos habían aparecido días después de las desapariciones completamente desnudos, en sus propias casas y en la misma posición: tumbados sobre sus propias camas, con la boca y los párpados sellados, y aquella extraña sustancia rojiza tapando el resto de orificios corporales.

Los forenses no daban crédito, pues las autopsias de todos ellos habían revelado que la sustancia rojiza que parecía sellar sus orificios corporales en realidad rellenaba por completo sus cuerpos, en los que no quedaba resto alguno de huesos, órganos o los fluidos corporales que deberían estar presentes en cualquier cuerpo humano.

Todo aquello se le estaba sobrepasando y estaba al borde del colapso.

Suspiró con resignación y cogió su arma reglamentaria y su chaqueta.

Un poco de aire fresco le vendría bien para despejarse, pues si todo iba como se temía, en unas horas habría una nueva carpeta se sumaría a la montaña que ocupaba su mesa.

Saludó al Guardia que custodiaba la puerta de aquel viejo cuartel en el que le habían dejado un pequeño cubículo donde él y su compañero, que no tardaría mucho en bajar a desayunar, trabajaban a contrarreloj, y enfiló las calles hacia ninguna parte mientras las primeras luces del amanecer aparecían en el horizonte.

Sumido en el torbellino de ideas, hipótesis y conjeturas que se arremolinaban en su cabeza, una extraña luz le cegó por completo y sintió como salía disparado hacia el cielo.

Mientras subía a una velocidad vertiginosa, las palabras que su compañero le dijo justo antes de despedirse de él la noche anterior, retumbaron en sus cabeza:

“-Esto parece cosa de extraterrestres.”

Y así fue.