viernes, 28 de diciembre de 2018
Sujeto 18.
La guirnalda de luces parpadeaba entre el espumillón, las bolas de colores y los bastones de caramelo que adornaban el abeto de plástico junto al diorama del pesebre, con los crismas navideños como testigos mudos de lo que acababa de suceder, mientras el hombre escribía de forma frenética en su libreta.
Sobre un charco de sangre descansaba el cuerpo sin vida de Carmen, que había estado tan concentrada colocando todos los adornos navideños, que ni siquiera escuchó el ruido de la puerta al abrirse, ni los pasos que se acercaban cada vez más y más a ella.
Justo cuando acababa de enchufar las luces, una mano enguantada la aprisionó, tapándole la boca para que no pudiera gritar, inmovilizándola mientras la aguja hipodérmica se hundía en su cuello, justo en la arteria carótida, donde vació el líquido amarillento que contenía el vial.
Dejó transcurrir un par de minutos, el tiempo justo para que virus se repartiera por todo el organismo de Carmen, quien comenzaba a tener los primeros espasmos, para finalmente deslizar la fría y afilada hoja por su cuello, abriendo la herida mortal por la que comenzó a manar sangre a borbotones.
Dejó caer al suelo el cuerpo de aquella mujer, que se agitaba violentamente mientras su vida se le iba escapando por la herida, y sus ojos quedaron clavados en los de aquel desconocido, que se había sentado en el sillón mientras limpiaba la navaja con un pañuelo de tela de color blanco, a la vez que la observaba pacientemente, esperando poder confirmar que su experimento había sido un éxito.
Finalmente Carmen quedó inmóvil y todo quedó en silencio, el hombre miró su reloj e hizo una serie de anotaciones en la pequeña libreta que había sacado del bolsillo de su abrigo.
“Lunes 24 de diciembre de 2018 18:53.
Hoy he procedido a inocularle el virus al sujeto 17.
Se trata de una mujer de mediana edad, complexión delgada y aproximadamente metro setenta de estatura.
He optado por ella porque vive sola en una casa aislada del resto de la población, lo que hace que sea idónea para evitar que el suceso del experimento 16 se repita y el virus se propague por accidente.
Esta vez parece que no ha habido efectos secundarios y el cuerpo del sujeto ha soportado bien los cambios.
En tan sólo unos segundos ha empezado a convulsionar, por lo que he decidido neutralizarlo temporalmente para comprobar la capacidad de regeneración del virus.
Llevo unos minutos observando su cuerpo y ya ha comenzado el proceso.
Al principio tan sólo he podido constatar un débil gemido casi imperceptible, pero poco a poco ha ido creciendo en intensidad, hasta que se ha convertido en un gruñido.
Parece que el sujeto comienza a despertar, por lo que estaré atento a lo q"
Carmen se incorporó, y sus ojos inyectados en sangre se clavaron en su atacante, que estaba concentrado en sus anotaciones.Con un salto se puso en pie y de un rápido movimiento que pilló por sorpresa al desconocido, se abalanzó sobre él con una agilidad asombrosa.
Apenas le dio tiempo a reaccionar, y cuando lo quiso hacer, cubriéndose con la mano con la que sujetaba la libreta, ya era demasiado tarde, pues los dientes de lo que hasta hace unos instantes había sido Carmen, se cerraron en torno a su mano enguantada.
De un fuerte empujón se libró de ella, tirándola contra el árbol de Navidad, haciendo que cayera enredada en él, con lo que ganó un tiempo precioso para recomponerse.
Aterrado el hombre vio como el mordisco había atravesado el guante y le había provocado una pequeña herida por la que sangraba ligeramente.
Si no se daba prisa estaba perdido.
Sin perder un segundo, empuñó la pistola que llevaba enfundada bajo el brazo, y apuntó a la cabeza del monstruo que luchaba por liberarse del árbol que lo tenía atrapado.
El silenciador del arma hizo que el disparo quedase ahogado, haciendo que el sonido del cráneo al estallar pareciera amplificado.
Soltó la pistola y con un rápido movimiento se quitó el cinturón, haciéndose un torniquete en torno a la muñeca de la mano herida.
Tenía que evitar a toda costa que el virus alcanzase el torrente circulatorio, si es que no lo había alcanzado ya.
Se dirigió a la cocina sabiendo muy bien lo que tenía que hacer.
Al ver la vitrocerámica maldijo su suerte, pero rápidamente ideó otra estrategia para tratar de cortar la infección.
Encendió el rollo de papel de cocina que había en la encimera con su mechero y lo introdujo en el fregadero. Mientras el fuego crecía, agarró la macheta que colgaba de la pared, y sin pensárselo dos veces de un rápido y certero movimiento se seccionó la mano justo por debajo del cinturón con el que se había hecho el torniquete.
A punto de perder el conocimiento, se cauterizó la herida con el fuego que había improvisado, y el intenso dolor que sintió le hizo gritar.
Extenuado y con el cuerpo cubierto de sudor, volvió al salón a recoger su libreta y terminó sus anotaciones.
“El virus ha actuado tal y como estaba previsto. El tiempo de incubación ha superado mis expectativas y se ha acortado enormemente.
Ya está listo para pasar a la fase B.
El sujeto me ha mordido y ha atravesado el guante de seguridad.
He tomado medidas drásticas pero no estoy seguro de haberlo atajado a tiempo, por lo que estaré atento a ”
Sufrió un espasmo que le hizo contraer la mano, partiendo en dos el bolígrafo con el que estaba escribiendo.Estaba perdido.
Lo último de lo que fue consciente antes de sucumbir al frenesí fue que involuntariamente se había convertido en el sujeto 18.
martes, 25 de diciembre de 2018
Navidad
Aquella Navidad no habría regalos, de hecho el hueco que siempre había ocupado el viejo abeto de plástico sobre el que solía colocar las bolas de colores, las cintas de espumillón y la interminable guirnalda de luces de colores, estaba invadido por un enorme vacío, un vacío casi tan grande como el que sentía en su corazón.
Sentado en su viejo sillón mientras hojeaba el polvoriento álbum, sus retorcidos dedos iban acariciando todas y cada una de las viejas fotografías en las que habían quedado inmortalizadas las reuniones familiares, esas de las que él había renegado tantas y tantas veces, las mismas por las que ahora sería capaz de vender su alma al diablo.
Eran muchos, demasiados, los que ya no estaban, pues el paso del tiempo se había llevado para siempre a casi todos, el último su hermano, que había partido para siempre varios días atrás.
De hecho eran las primeras navidades que pasaba sólo, o al menos en las que se sentía sólo de verdad, pues ya no quedaban números en su agenda a los que llamar, y esa sensación causaba un extraño nudo en el estómago.
Lo que daría por volver a pasar una última cena con el bullicio de los niños correteando alrededor de la mesa, al compás del sonido de las copas al brindar resonando entre el bullicio de las animadas conversaciones que se iban sucediendo mientras transcurrían esas eternas sobremesas que ahora se le antojaban tan lejanas.
Se fijó en una estampa en la que todos posaban sonrientes, como si de un equipo de fútbol se tratara.
Era una imagen bastante antigua de tonos sepia y bordes desgastados, sin embargo el recuerdo de aquella Nochebuena era tan nítido que todavía le parecía escuchar los villancicos que sonaban en la radio mientras inmortalizaban aquel momento.
Cerró los ojos con fuerza, y aferrándose a ese recuerdo dejó caer el viejo álbum de fotos mientras su corazón dejaba de latir para siempre.
Cuando reconoció el aroma al vino caliente con canela y clavo, abrió los ojos y ahí estaban todos, riendo y charlando animadamente, tal y como los recordaba.
El anciano sonrió, cogió la copa que tenía junto a él y la alzó mientras gritaba con júbilo -¡Feliz Navidad!
miércoles, 3 de octubre de 2018
El juego de Sverenson.
El bullicioso fin de jornada quedó atrás, y la calma comenzó su reinado diario, ese que debería durar
hasta primera hora de la mañana siguiente.
Sin embargo el frenético sonido de un teclado llamó la
atención de Carlos, quién solía ser siempre el último en salir.
Se acercó al centro de la centralita para detectar de
dónde provenían aquel sonido.
Era Carmen.
-Veo que hoy no voy a ser el último.- le dijo a modo de
despedida. –No olvides cerrar la puerta cuando te vayas.
-Si me esperas dos minutos, bajo contigo.- respondió sin
levantar sus ojos verdes de la pantalla donde las líneas de código se iban
sucediendo a una velocidad vertiginosa.-Esta maldita subrutina se me ha
resistido, pero parece que por fin me he hecho con ella. No me acostumbro a este
maldito lenguaje… ¡con lo sencillo que era todo antes!
Carlos dejó su bolso sobre la mesa que había junto al desordenado escritorio
de la joven y se sentó a una distancia prudencial de ella, pues le
gustaba mantener las distancias.
-No tengo prisa, tómate tu tiempo.- dijo mientras se fijaba
en las manos que se movían de forma endiablada sobre aquel teclado.
Asintió con la cabeza mientras volvía a perderse entre las
líneas de código.
Carlos nunca se había fijado en sus rasgos, de hecho no se
había fijado en los rasgos de ninguno de sus compañeros, pues era tan tímido
que rara vez solía mirar a los ojos de las personas con las que trataba.
Le pareció una chica bastante atractiva, aunque sabía que
jamás reuniría el valor suficiente para ir más allá de una conversación de
ascensor, o como ahora, de quedarse esperándola para acompañarla hasta el
coche.
Nunca había estado con una chica, y estaba seguro de que
nunca lo estaría.
No lo necesitaba, o al menos era lo que se repetía constantemente.
Bajó su mirada hasta que volvió a fijarse en sus manos, que no bajaban el ritmo y parecían golpear las teclas cada vez con más fiereza.
Hasta que por fin pararon.
-Creo que ya está.- Anunció con voz alegre. –Ahora deja que
pase el depurador y vea si funciona… - Dijo mientras comenzó a mover el ratón rápidamente
mientras pulsaba en diferentes zonas de la pantalla.- ¡Estupendo! Me ha costado
pero por fin lo he conseguido.
Apagó el ordenador y cogió su chaqueta del respaldo de su
silla, colocándosela en el brazo.
-Cuando quieras.- Dijo mientras miraba su reloj.- Al final
te he entretenido más tiempo del que esperaba, pero quería irme tranquila a
casa, porque si no luego me paso la tarde dándole vueltas a todo.
-Si, a me pasa igual.- Contestó Carlos bajando la vista sin
darse cuenta.-Yo también le doy vueltas a todo.
-¡Eh! Que estoy aquí arriba, que eso son mis tetas y no
hablan.- Dijo Carmen sonriendo al ver cómo el tono de las mejillas de Carlos
comenzaban a ruborizarse a gran velocidad.
-Eh…eh…eh…- comenzó a balbucear.
-¡Jajajaja! Estaba bromeando.- dijo tratando de quitarle
hierro al asunto, consciente de que aquella situación era bastante violenta
para su compañero. –Para compensar la espera te invito a una cerveza, y no
acepto un no por respuesta. Como mucho te dejo elegir el sitio.
No conocía ningún sitio, de hecho a sus treinta y tres años
ni siquiera había probado la cerveza, pero aún así se aventuró.
-¿Por qué no vamos a El 12?- dijo Carlos esperanzado en que
no le preguntase por otro bar, pues era el único cuyo nombre recordaba.
-Mejor no, que desde que murió aquel pobre desgraciado está
vacío.- Negó ella haciendo una mueca de rechazo.- Vamos mejor al Bar Manolo,
que ponen unas tapas estupendas, y tengo bastante hambre, pues mira qué hora es
y todavía no he comido.
Carlos asintió con la cabeza y levantó la mirada,
encontrándose frente a los ojos de Carmen, que brillaban con tal intensidad que por un momento pudo verse
reflejado en ellos.
Sintió un cosquilleo en el estómago.
Ahora fue ella la que bajó la mirada hacia su bolso, donde
comenzó a guardar varias tarjetas, los pen drives y una pequeña esfera de
cristal que tenía sobre una pila de papeles.
-¡Venga, vámonos!- dijo con voz alegre mientras empujaba a Carlos
agarrándole de la mano.
El contacto con su piel hizo que a Carlos se le
pusiera la piel de gallina.
Cerraron la puerta tras ellos y llamaron al ascensor.
Mientras bajaban sintió un irrefrenable deseo de besarla,
pero su timidez no le permitió dar el paso.
Ella le miraba divertida.
También le gustaba, pero sabía que no podía permitirse el
lujo de tener una relación.
Salieron a la calle y tras cerrar la
puerta del edificio, que quedó totalmente vacío y en silencio, tomaron rumbo al bar.
En el exterior los últimos rayos de luz hacía un buen rato
que habían dado paso a un cielo negro, sin luna, mientras la temperatura
comenzaba a desplomarse. En breve comenzaría a helar.
La calle estaba prácticamente desierta, pues los
trabajadores hacía tiempo que se habían marchado a sus hogares, o a algún local
donde poder saciar su sed de alcohol y evadirse en buena compañía.
Era poco más de media tarde en aquel día cercano al
solsticio de invierno, y en los escaparates ya parpadeaban las luces navideñas.
-¡Brrrr! ¡Joder, qué frío!-Exclamó Carmen frotándose los
brazos.
-Si lo hace, si…-mintió Carlos, que en la vida había tenido
tanto calor como en ese momento.
De repente todas las luces se apagaron, sumiendo la calle en
una oscuridad total.
-Vaya, empezamos bien la tarde.- Dijo Carmen ligeramente
inquieta.
Carlos sonrió tímidamente y trató de decir algo, cuando un
silbido agudo cortó el frió aire que los envolvía.
Una expresión de asombro quedó grabada en su rostro mientras
la cabeza se le separaba del resto del cuerpo y caía al suelo, dando un golpe
seco.
Su cuerpo decapitado todavía en pie comenzó a convulsionar, dando
dos torpes pasos hasta que cayó a un par de metros de la cabeza.
-¡Joder! – Exclamó Carmen mientras volvía corriendo sobre sus pasos.-Otra
vez no.- Se dijo a sí misma mientras reventaba la cerradura de la puerta de una
patada.
A su espalda escuchó un estruendo metálico seguido de un
silbido, lo que hizo que se agachara justo cuando la puerta por la que acababa
de entrar pasaba a escasos centímetros de su cabeza, llegando a rozar su larga
cabellera morena, para acabar estrellándose contra el ascensor.
De un salto entró en el baño de mujeres mientras sacaba de su
bolso la misteriosa esfera de cristal, que presentaba un tono verde brillante, lo
cual no hizo otra cosa que confirmarle sus peores temores.
Era él.
Se remangó la manga derecha, dejando al descubierto un
tatuaje tribal negro con forma de brazalete, justo cuando la puerta del baño
salió disparada golpeándola en la espalda.
El golpe hizo que la esfera se le escapara de las manos y
salió rodando hacia uno de los cubículos.
Gateó hasta alcanzarla, justo cuando unas manos
tiraron con fuerza de ella hacia atrás, arrojándola por los aires.
Una décima de segundo antes de impactar contra la pared, con
un rápido movimiento, consiguió colocar la esfera
en el centro del tatuaje, haciendo que emitiera un brillo cegador.
El tiempo se detuvo un instante, el suficiente para que millones
de pequeñas escamas de color turquesa recubrieran todo su cuerpo, y para que un
yelmo en forma de cabeza de lobo cubriera su cabeza.
En su mano derecha apareció una gran espada en cuya hoja el
fuego crepitaba con violencia.
No acabó de ponerse en posición de defensa cuando un coloso
de armadura roja, cuyo rostro estaba cubierto por un yelmo que representaba la cabeza
de dragón, arremetió contra ella empuñando una guadaña negra como el azabache.
-Veo que por fin me has encontrado, Athralad.- Exclamó llena
de ira. Acto seguido blandió la espada aguardando el ataque. –Llevo siglos
esperando este momento.
-¡¡Sverenna!!- Gruñó una voz grave tras el yelmo
mientras lanzaba la guadaña contra ella, que impactó contra la espada, apagando
las llamas que la envolvían.
Comenzaron una danza mortal en la que aquella colección de golpes hacía saltar chispas de sus armaduras.
Justo en ese momento, un diestro giro de muñeca de la joven
acabó por partir la guadaña en dos, y sin darle tiempo a reaccionar hundió la espada en el cuello de Athralad, para después, con un rápido movimiento,
cercenar su cabeza.
En el mismo instante que los restos de su atacante tocaron el suelo se volatilizaron.
Todo quedó en silencio.
No se escuchaba más que la respiración agitada de Sverenna.
-¡Has estado fantástica!- Dijo de repente una voz a su
espalda.
Se giró y se encontró con un niño rubio de enormes ojos
verdes y una sonrisa sin dientes que destacaba en su rostro redondeado y lleno
de pecas.
Sin embargo, pese a su aspecto vulnerable, los ojos de aquel
niño transmitían una serenidad y una sabiduría que contrastaban con el resto de
su cara.
-Majestad, no debería mostrarse de forma tan imprudente, es
peligroso. – saludó Sverenna mientras hincaba una rodilla en el suelo y
agachaba la cabeza en señal de respeto tras quitarse el yelmo.- Athralad era
solo una avanzadilla del ejército de Sverenson. Pronto vendrán más. Debemos
huir. No comprendo cómo han podido encontrarnos en esta galaxia.
-Creo que hemos subestimado a tu padre.- Respondió el monarca
endureciendo la mirada mientras apretaba los puños.- Ya ha muerto demasiada
gente por mi culpa. Quizás lo mejor sería entregarme.
-¡Jamás! – Negó la joven.- ¡Derramaré hasta la última gota
de mi sangre para protegerle!- Añadió mientras se incorporaba.
Un silbido precedió a la flecha que impactó de lleno en su
torso, atravesando la coraza de escamas y abriendo el corazón de Sverenna como
si de un libro se tratara.
Todo quedó en silencio y la oscuridad fue total.
Dos palabras aparecieron delante de sus ojos.
GAME OVER.
Lleno de furia, Carlos arrojó las gafas de realidad virtual
contra la pared, donde saltaron en pedazos.
-Siempre me matan en el mismo punto. Es imposible pasarse
este jodido juego.
lunes, 1 de octubre de 2018
Soledad.
Sentado frente al plato de guisantes, con un vaso de vino
tinto como único testigo de su soledad, Jesús intentaba comer algo sólido, pero
le resultaba imposible.
Había pasado más de una semana, pero la mera idea abrir la
boca y acercarse el tenedor cargado con tan sólo dos guisantes, le producía
arcadas.
Tenía el estómago completamente cerrado.
Su cuerpo le seguía pidiendo alcohol.
Pese a llevar nueve días sumido en un estado de embriaguez continua,
no era capaz de olvidarla.
Cuanto más borracho acababa el día, más la recordaba al día
siguiente.
A medida que pasaba el tiempo, más profunda se hacía esa
sensación de vacío y esa angustia que le producía la soledad.
De un sorbo se acabó el vino y se puso en pie.
Tras recuperarse del mareo inicial y cuando la cocina dejó
de dar vueltas a su alrededor, cogió el plato de plástico lleno de guisantes.
Con paso errático se dirigió al oxidado fregadero y corrió
la cortinilla a cuadros que escondía el cubo de basura donde arrojó los restos
de su frugal cena.
Debido a su estado, no acertó y parte del contenido del
plato cayó al suelo, haciendo que una jauría de guisantes saliese rodando en
todas direcciones por aquel suelo de gres blanco lleno de lamparones que había
conocido tiempos mejores.
Llamó su atención uno de ellos, el cual acabó su recorrido
al chocar contra la pata de la desvencijada mesa de pino a cuyos pies
descansaban innumerables botellas de vino vacías.
Recordó el día que compró aquella mesa, pues fue el día en
el que la vio por primera vez.
Suspiró y sintió el ardor de la bilis subiéndole por el
esófago.
Tuvo el tiempo justo para meter la cabeza en el fregadero y
vaciar todo el contenido de su estómago sobre parte la colección de vasos y
copas sucias que llevaba ya demasiados días acumulándose.
Se enjuagó la boca, y con paso tambaleante se dirigió al
pequeño cuarto de estar, que estaba sólo iluminado por la tenue luz del televisor
en blanco y negro que descansaba sobre un pequeño mueble junto a la polvorienta estantería repleta de
libros.
Aquel televisor que tantos años había permanecido apagado,
prácticamente olvidado, llevaba encendido desde el día que ella murió, pues el
sonido de aquel estúpido aparato era su única compañía.
Se sentó en el cuarteado sillón de escay, que se encontraba
frente al televisor con la mirada perdida en algún punto del pasado, dejando
pasar los minutos hasta que por fin se quedó dormido.
Soñó con ella.
Ambos corrían por un prado verde colmado de pequeñas flores
violetas con cientos de pequeñas mariposas blancas revoloteando a su alrededor.
En el sueño trataba de acariciar su pelo, ese pelo sedoso
que tanto anhelaba, pero que nunca llegaba a tocar, pues cuando parecía que las
yemas de sus dedos llegaban a su destino, ella se comenzaba a alejar más y más,
y a disolverse como si de una columna de humo se tratase.
Se despertó sobresaltado con el rostro cubierto de lágrimas
y se puso en pie.
Los primeros rayos de luz colaban entre las lamas de la
persiana iluminando los millones de motas de polvo en suspensión que parecían
bailar frente a él.
Se acercó a la pequeña mesilla donde descansaba un viejo
teléfono de góndola de color rojo.
Sintió una punzada de dolor cuando vio su collar junto al
teléfono.
Lo cogió y se lo acercó a la nariz, aspirando profundamente
para aspirar su aroma.
Olía a ella.
Lo acarició y volvió a dejarlo donde estaba.
Se sentía tan sólo.
Había pasado diecisiete años sin separarse un solo día de
ella.
Diecisiete años que pasaron volando, como pasa el tiempo
cuando uno se encuentra bien.
Los dos últimos años los pasaron acompañados por un invitado
a quien nadie llamó, pero que se presentó un día y comenzó a devorarla por
dentro hasta que al final consiguió llevársela para siempre.
Nunca antes se había sentido tan querido, tan necesario y
tan vivo, y ahora le faltaba todo aquello.
Estaba sólo.
Ya no volvería a ver esos ojos mirándole con devoción y con
una lealtad que sólo quien ha tenido alguna vez un perro podría llegar a
comprender.
jueves, 27 de septiembre de 2018
La tormenta (2ª parte-Final).
De repente todo quedó en silencio.
Cuando abrió los ojos no había absolutamente nada.
Todo hasta donde alcanzaba la vista era blanco e inmaculado,
y no se distinguía forma alguna.
Se giró en redondo buscando algo que le orientase, un edificio, una silueta, cualquier objeto que le resultase familiar, pero no logró
localizar ni tan siquiera un punto en medio de aquella blancura infinita.
Alzó la vista y todo era blanco.
Miró al suelo y lo único que vio de otro color fueron sus
botas.
Ni siquiera proyectaba sombra, pues parecía que la luz que
lo iluminaba todo provenía de todas partes.
Comenzó a caminar, pero sin un punto que le sirviera de
referencia no sabía en qué dirección iba. Podría estar dando vueltas en círculo
sin saberlo, por lo que decidió detenerse.
Tras meditar durante unos instantes, optó por quitarse la
chaqueta y dejarla para que le sirviera de referencia y comenzó a caminar sin
perderla de vista.
Cuando se encontraba a una distancia prudencial, hizo lo
mismo con los pantalones.
Tras quedarse completamente desnudo, y cuando estaba a punto
de perder de vista la última bota que se había quitado, divisó a lo lejos un
punto negro.
Salió corriendo hacia él.
Un grito desesperado salió de su garganta cuando comprobó
que se trataba de la chaqueta que acababa de quitarse.
Continuó caminando y fue recogiendo el resto de prendas.
No tenía la más mínima noción del tiempo, y desorientado
como se encontraba, decidió sentarse en el suelo.
Intentó quedarse dormido con la esperanza de que al
despertar todo hubiese sido un mal sueño, pero no lo consiguió, pues abría los
ojos a cada momento esperando volver al cubículo de nuevo.
Fruto de la rabia, golpeó el suelo con los puños, y fue
entonces cuando todo cambió de color.
El blanco inmaculado que hasta hacía unos instantes reinaba
por todas partes, dio paso a un color marrón rojizo.
Volvió a golpear el suelo con fuerza, pero esta vez nada
ocurrió.
Comenzó de nuevo a caminar, hasta que divisó un punto en la
lejanía.
A medida que se iba acercando, no pudo dar crédito a lo que
veían sus ojos.
Se trataba de la misma chaqueta que llevaba puesta, en la
misma posición que la había dejado la primera vez.
A medida que se acercaba a la chaqueta notó una extraña
sensación, entrecerró los ojos y vio como una figura se aproximaba también a la
chaqueta.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se percató de que
era uno de esos malditos clones.
El clon estaba completamente desnudo, y como había hecho él
unos instantes antes, cogió la chaqueta y se la puso.
Comenzó a seguirle a una distancia prudencial, mientras el
clon iba recogiendo las prendas que había dejado por el camino.
Observó durante unos instantes al clon tumbado en el suelo,
y como al cabo de unos instantes golpeaba el suelo con los puños, fruto de la
rabia que él mismo había sentido.
El color volvió a cambiar.
Ahora todo pasó a ser de color verde.
Iván se acercó a su clon, y ambos se observaron durante unos
instantes midiendo sus fuerzas.
Al cabo de unos instantes ambos se relajaron.
Iván tomó la iniciativa e indicó a su clon que le siguiera.
Caminaron juntos hasta que encontraron de nuevo la chaqueta,
y cuando un nuevo clon apareció en escena, comenzaron a seguirle.
Sin saber por qué, algo impulsaba a Iván y a sus clones a
repetir el bucle una y otra vez.
Aquello era tan extraño que no supo oponerse a la extraña fuerza
que le arrastraba a continuar.
Al ver cómo el último de los clones tampoco conseguía
dormirse, todos golpearon el suelo con rabia a la vez, y se produjo una
tremenda explosión cegadora que obligó de nuevo a Iván a cerrar los ojos con
fuerza.
Al abrirlos, allí estaba de nuevo, en aquella extraña ciudad
en cuarentena, completamente desnudo bajo la lluvia torrencial.
Sus clones empezaron a desmoronarse como castillos de arena a
medida que el agua caía sobre ellos.
Mientras la tormenta se disolvía al igual que lo acababan de
hacer sus clones, y regresaba a su habitación, bajó la vista a sus manos y vio
como en una de ellas aún sostenía la bolsita de plástico que contenía la última
pastilla de LSD-STORM que le quedaba, aquella droga que estaba causando furor.
En breve el efecto habría pasado, y volvería a ser un
anciano postrado en su silla de ruedas.
Esta vez el viaje había sido mucho más intenso que en otras
ocasiones, y a punto había estado de costarle la vida.
Paradójicamente llevaba tantos años sin sentirse tan vivo que
supo lo que debía hacer.
Sus dedos temblorosos cogieron la pastilla y mientras dos
lágrimas recorrían sus mejillas.
La miró y se la metió en la boca para terminar su viaje.
Cerró los ojos y una nueva tormenta se desató en su cabeza.
Una tormenta que jamás amainaría.
miércoles, 26 de septiembre de 2018
La tormenta. (1ª Parte)
La lluvia comenzó a caer con más fuerza sobre la caseta
prefabricada donde había encontrado refugio.
Tan sólo unos meses antes, en la televisión y en la radio no
se hubiese hablado de otra cosa, y la noticia de aquel terrible tifón habría ocupado
las páginas principales de todos los periódicos del país durante los días
previos, pero esta vez aquello pilló completamente desprevenido a Iván, que
comenzaba a tiritar aterido de frío.
Llevaba caminando un par de horas bajo la lluvia buscando un
lugar donde guarecerse, pero todas las puertas con las que se fue topando
habían sido soldadas y presentaban aquel maldito precinto rojo.
Se encontraba tan desesperado y al borde de la hipotermia
que no le extrañó lo más mínimo que aquel cubículo de dos plantas no estuviese
también sellado.
Si su mente hubiese estado algo más despejada, se le habrían
encendido todas las alarmas ante la puerta entreabierta que acababa de cruzar y
que cerró y aseguró con el doble cerrojo que tenía instalada.
Debido a la oscuridad, tampoco se percató del reguero de
sangre reciente sobre el que había pasado cuando entró en la pequeña oficina
donde comenzó a quitarse la ropa completamente empapada.
Ya habría tiempo de buscar algo con lo que vestirse. Lo
importante ahora era impedir que su cuerpo se enfriase más.
El sonido de la lluvia golpeando con furia aquella
estructura le impedía escuchar los gemidos que se iban acercando hacia aquel
cubículo.
Completamente desnudo, estaba demasiado ocupado forzando la
taquilla que encontró en el aseo como para darse cuenta de que unos misteriosos
ojos le observaban.
Asombrado ante la suerte que había tenido al encontrar una
muda de ropa completa, incluyendo aquel par de botas técnicas, no escuchó como
aquella respiración entrecortada se iba acercando a él.
El ruido de los golpes hizo que se girase una décima de
segundo antes de que aquella sombra se abalanzara sobre él.
Retrocedió hasta que su espalda chocó contra la puerta de la
taquilla mientras aquel ser se dirigía hacia él con paso errático y lento, pero
con una determinación que nada podría parar.
La intensidad de los golpes en el exterior aumentaba a
medida que disminuía la distancia que le separaba de aquel ser.
De manera instintiva agarró la taquilla y la hizo caer sobre
aquel ser terrorífico.
Pese a no alcanzar de lleno su objetivo, la taquilla
arrastró en su caída al ser y dejó libre una vía de escape que Iván aprovechó.
Tras salir de aquel aseo, se dirigió a la parte superior del
cubículo a través de las escaleras, y fue entonces cuando se percató del
reguero de sangre que ascendía por ellas.
Se paró en seco y puso
todos sus sentidos alerta.
Pese a la lluvia de golpes que azotaba el cubículo, lo oyó.
Al principio no era más que un suave susurro, pero a medida
que ascendía por las escaleras y se iba acercando al origen de aquel sonido,
comenzó a ser consciente de que se había metido, sin quererlo, en una trampa de
la que le sería muy difícil salir.
Todo su cuerpo se tensó al verlo.
Muy lentamente se giró y comenzó a bajar, pero el ser con el
que se encontró en el aseo le esperaba al pie de la escalera.
Estaba rodeado.
Cada vez estaban más cerca.
No tenía escapatoria.
Cuando ambas criaturas se encontraban a escasos centímetros
de Iván, la puerta del cubículo cedió y una estampida de esos seres invadió el
lugar.
Instintivamente Iván se agachó y cerró los ojos con fuerza
esperando lo inevitable.
Todo estaba perdido.
Pero nada ocurrió.
Cuando abrió los ojos todo se encontraba iluminado por una
intensa luz azulada.
Todos sus clones habían quedado paralizados.
Iván se puso en pie sin entender nada de lo que estaba
ocurriendo.
Comenzó a caminar entre esos seres que aparentemente eran
idénticos a él, los mismos que habían arrasado el país, y quién sabe si el
planeta entero, devastándolo todo a su paso.
No supo cómo empezó, ni mucho menos por qué todos eran
idénticos a él, pero de lo que estaba seguro era que cada vez había más, y a
tenor de lo que había podido presenciar en más de una ocasión, su capacidad de
destrucción iba más allá de lo que su mente era capaz de concebir.
Cuando alcanzó la puerta, vio el origen de aquella extraña
luz que lo iluminaba todo.
Dos policías le encañonaban parapetados tras un coche
patrulla.
Uno de ellos parecía dirigirse a él, pero la furia de la tormenta le impidió escuchar una sóla palabra.
Iván vio de reojo como todos los seres que había dejado a
sus espaldas comenzaron a moverse de nuevo.
Levantó las manos lentamente.
Justo cuando sus clones se lanzaron contra la policía y
comenzó la lluvia de disparos, cerró los ojos.
martes, 25 de septiembre de 2018
Ocho escalones.
Acompañado
tan sólo por su agitada respiración y el sonido de sus pasos, Josué enfiló el
último tramo de aquellas oscuras escaleras antes de llegar a la puerta del
pequeño apartamento que había comprado en las afueras.
Le costaba
respirar y sentía calambres en las piernas, pero se había prometido a sí mismo
no volver a utilizar el ascensor desde que, hacía tan sólo dos días, se quedó
encerrado durante cuatro horas hasta que consiguieron rescatarle.
Y él siempre
cumplía sus promesas.
Siempre las
cumplía desde la última vez que mintió.
Todavía le
quedaban ocho escalones para llegar a su meta, todo un infierno en el que los
viejos demonios de su pasado comenzaron a desfilar ante él haciendo que el
ascenso se tornara imposible.
Mientras miles de agujas se clavaban en sus
pantorrillas al subir el primer escalón, recordó la primera vez que mintió a su
madre. Aquel gatito blanco que le regalaron, y cuyos intensos ojos azules
volvía a tener ante él, no se escapó como les hizo creer, sino que su cuerpo eviscerado
descansaba enterrado en el jardín de aquella casa unifamiliar donde sus padres
habían decidido afincarse cuando se enteraron de que esperaban a su primer
hijo.
Aquella fue la
primera vez que mató.
Al ascender al
segundo escalón, sus tobillos emitieron un gruñido de protesta, pues sus casi
ciento cincuenta kilos llevaban hasta el límite sus maltrechas articulaciones a
cada paso que daba, mientras recordaba como el pequeño cuerpo de su hermanita
dejaba de moverse bajo la almohada con la que había decidido hacerla dormir
para siempre.
Aquella fue la
última vez que mintió a su madre.
El tercer
escalón le hizo aullar de dolor, pues al intentar aferrarse a la barandilla sus
dedos resbalaron y clavó las espinillas en el filo del cuarto escalón. Al día
siguiente tendría un buen moratón, como el que rodeaba su ojo aquel día en el
que mintió a su profesora cuando esta le preguntó por el origen de aquel color
violáceo, y que, lejos de haber sido causado por el golpe contra
su mesilla de noche, tal y como él afirmó, fue producido por los nudillos de su
padre... o lo que quedaba de su padre, ya que tras la muerte de
Alba, y el posterior suicidio de su madre, se refugió en la bebida para
olvidarse de todo, incluso de las funciones que, como padre, quedaron sin
desempeñar.
Aquel fue el
primero de muchos golpes.
Sentado en el
cuarto escalón acariciándose la zona dolorida, recordó como abrazado a su tía,
esta intentaba consolarle acariciándole el pelo, tratando de mitigar aquel
falso dolor que mostraba por la muerte de su padre, mientras él, no tanto por
el roce de los turgentes senos de aquella despampanante mujer, sino por la
presencia de aquel cuerpo frío y sin vida, sufría una dolorosa erección que
tuvo que aliviar con furia una vez se quedó a solas por última vez con su padre,
cuya muerte fue una nueva mentira, al igual que ocurriera años atrás con su
madre.
Aquella fue la
última vez que se dejó abrazar por nadie.
Haciendo un
esfuerzo titánico consiguió coronar el quinto escalón, y un atisbo de euforia
le invadió, como la que sintió mientras la vida de su compañera de clase se
escapaba entre sus dedos en aquel solitario parque donde la había llevado con
la falsa promesa de hacer, bajo la complicidad de las sombras, lo que tantas veces ella le había pedido.
Aquella fue la
primera de muchas presas.
Cogió aire e
impulso para alcanzar el sexto escalón, donde le visitó el recuerdo de aquella
revisión médica en la que mintió a los doctores cuando le preguntaron por el
tipo de dieta que seguía para haber alcanzado el descomunal peso que marcaba la
báscula, mientras los cuerpos descuartizados de sus presas aguardaban en su
nevera a formar parte de alguna de aquellas deliciosas recetas con las que
agasajaba a sus invitados.
Aquella fue la
última vez que visitó a un médico.
Ya en el
séptimo escalón, donde vació todo el contenido de su estómago, rememoró el día
en el que todo cambió, aquel día en el que tras haberla engañado, como a tantas
otras, y justo cuando estaba a punto de culminar su ritual, igual que en todas las
demás ocasiones, algo despertó en él una extraña sensación que nunca antes
había vivido y que hizo que en el último momento decidiera dejarla con vida,
pues ella estaba disfrutando tanto como él, y cuando deshizo sus ligaduras, le
confesó que tenía sus mismas intenciones.
Aquella
fue la primera vez que se enamoró.
Cayó
desplomado sobre el octavo escalón, entre convulsiones mientras la puerta de su
casa se abría y ella se acercó a él con su perversa sonrisa. Se agachó y
mientras le mesó el cabello con una mano, le clavó la jeringuilla que sostenía
con la otra, inyectándole una dosis letal del veneno que llevaba días
debilitándole.
Aquella
fue la primera y la última vez que alguien le engañaba.
Al
dejar de respirar todo se tornó negro y sintió como si flotase atraido hacia una
intensa luz que le hizo cerrar los ojos con fuerza.
Al
abrirlos de nuevo vio ante él a aquel gato blanco con sus enormes ojos azulados mirándole
fijamente, al mirar sus manos comprobó que sostenía aquel cuchillo con el que
empezó todo.
Entonces
lo entendió y supo lo que tenía que hacer.
Mientras
el gato ronroneaba frotándose contra él, terminó de enterrar aquel cuchillo.
Aquella
fue su segunda oportunidad.
domingo, 2 de septiembre de 2018
Desaparecidos.
Mientras el cigarrillo se consumía olvidado,
el tiempo corría vertiginoso en aquella carrera contrarreloj.
Desesperado seguía hojeando los expedientes
de aquellas misteriosas desapariciones que le tenían contra las cuerdas.
Si no lo impedía, en menos de una hora
volvería a suceder.
Una tormenta de ideas arreciaba sobre su
cerebro mientras el reloj corría a toda prisa en su contra.
Sus más de veinte años de experiencia en
policía judicial no le habían servido de nada y ahora estaba desesperado, pero
no podía resignarse.
No se lo podía permitir.
Llevaba tres meses al frente de aquellos casos,
y no había conseguido nada.
De hecho la montaña que formaban las carpetas
con los expedientes de cada caso no había hecho más que crecer.
Todas esas desapariciones seguían un mismo
patrón: la víctima salía de casa el viernes y ya no regresaba, sin que nadie
llegase a verlas, sin que pudiese confirmarse que habían llegado a salir de su
domicilio, tal y como ocurrió con la primera desaparecida.
En aquella ocasión todas las sospechas
recayeron sobre el marido y fue tratado como un caso más de violencia de
género, pero 72 horas bastaron para demostrar que no había sido así, pues con
el marido detenido y a punto de pasar a disposición judicial, apareció el
cuerpo, o al menos un cuerpo que todo apuntaba a que era el de aquella pobre
mujer.
En todos los casos que sucedieron después, el
desenlace había sido el mismo, y en todos ellos los cuerpos que fueron
apareciendo tras cada aparición no habían podido ser identificados.
El Brigada
Santos dio una fuerte calada a lo que quedaba de su cigarrillo y lo aplastó con
furia contra el cenicero, haciendo que varias colillas cayesen al suelo para
unirse a las que allí descansaban, y que habían sido testigos mudos de los
titánicos esfuerzos del agente por encontrar un resquicio de luz en aquellos
extraños casos.
Las imágenes de aquellos cuerpos volvieron a
su cabeza.
Habían perdido totalmente la pigmentación de
la piel, y no quedaba rastro de pelo en ninguno de ellos.
Pese a que no había sido posible identificar
a ninguno de los cuerpos, dada la pérdida de las impresiones digitales de las llemas de los dedos, que aparecieron completamente lisas y la
imposibilidad de realizar las pruebas genéticas, pues todos los análisis
que se habían realizado habían dado resultados no concluyentes debido a que no
había rastro alguno de ADN, los rasgos físicos apuntaban a que aquellos cuerpos
pertenecían a las personas desaparecidas.
Todos aquellos extraños cuerpos habían
aparecido días después de las desapariciones completamente desnudos, en sus propias
casas y en la misma posición: tumbados sobre sus propias camas, con la boca y
los párpados sellados, y aquella extraña sustancia rojiza tapando el resto de
orificios corporales.
Los forenses no daban crédito, pues las
autopsias de todos ellos habían revelado que la sustancia rojiza que parecía
sellar sus orificios corporales en realidad rellenaba por completo sus cuerpos,
en los que no quedaba resto alguno de huesos, órganos o los fluidos corporales
que deberían estar presentes en cualquier cuerpo humano.
Todo aquello se le estaba sobrepasando y
estaba al borde del colapso.
Suspiró con resignación y cogió su arma
reglamentaria y su chaqueta.
Un poco de aire fresco le vendría bien para
despejarse, pues si todo iba como se temía, en unas horas habría una nueva
carpeta se sumaría a la montaña que ocupaba su mesa.
Saludó al Guardia que custodiaba la puerta de
aquel viejo cuartel en el que le habían dejado un pequeño cubículo donde él y
su compañero, que no tardaría mucho en bajar a desayunar, trabajaban a
contrarreloj, y enfiló las calles hacia ninguna parte mientras las primeras
luces del amanecer aparecían en el horizonte.
Sumido en el torbellino de ideas, hipótesis y conjeturas que se arremolinaban en su cabeza, una extraña luz le cegó por completo y sintió como salía disparado
hacia el cielo.
Mientras subía a una velocidad vertiginosa,
las palabras que su compañero le dijo justo antes de despedirse de él la noche anterior, retumbaron en sus cabeza:
“-Esto parece cosa de extraterrestres.”
Y así fue.
domingo, 19 de agosto de 2018
El bloque. (Tercera parte - Final).
Ana despertó desorientada en
aquella extraña habitación en la que únicamente entraba algo de claridad por un
pequeño rectángulo en la parte superior de la puerta.
Cuando sus ojos se acostumbraron
a la falta de luz, se levantó del incómodo colchón que descansaba sobre aquella
cama de cemento, y miró a su alrededor en busca de algo que le resultase
familiar, hasta que por fin cayó en la cuenta de dónde se encontraba.
Se sintió muy mareada, y todo
comenzó a dar vueltas a su alrededor, pues no recordaba nada, ni siquiera los
motivos de que estuviera encerrada en aquel calabozo.
De repente una voz femenina se
dirigió a ella de forma autoritaria.
-Levántate y acerca las manos a
la puerta para que pueda ponerte los grilletes. Tu abogado está aquí.
Ana obedeció y no sin esfuerzo
logró llegar hasta la puerta, exponiendo sus muñecas por el pequeño ventanuco,
donde unas manos enguantadas le colocaron los grilletes.
-Ahora sepárate de la puerta y
colócate de espaldas.
Hizo lo que le ordenaron, y
escuchó cómo se abría la puerta.
-Muy bien Ana, ahora te voy a
colocar los grilletes a la espalda. No intentes nada raro y todo saldrá bien.
Como ella había tenido que hacer
en tantas ocasiones, le colocaron los grilletes en posición de seguridad para
evitar posibles fugas.
-Ahora vamos a ir a una sala
donde podrás hablar con tu abogado antes de que te tomen declaración.- continuó
aquella voz femenina a su espalda, mientras la asía por los grilletes con una
mano, mientras con la otra la tenía fuertemente sujeta por el codo.
De reojo vio que llevaba un
uniforme de color verde, por lo que dedujo que estaba en dependencias de la
Guardia Civil.
Seguía muy desorientada, pero por
suerte el terrible dolor de cabeza con el que despertó se le iba pasando.
Entraron en una pequeña sala
donde había una mesa con dos sillas enfrentadas, una de las cuales estaba
ocupada por un joven trajeado que ella no conocía, pero que supuso que sería su
abogado.
Junto al joven había un hombre
que rondaría los cuarenta, y que por su vestimenta Ana estuvo casi segura de
que pertenecía a la Policía Judicial.
-Letrado, cuando termine de
hablar con su defendida, avíseme. Estaré en la puerta esperando.- Dijo la
agente que la había llevado hasta allí. – Si ocurre cualquier cosa, no dude en
llamarme.- Añadió.
-Perfecto, muchas gracias. – Dijo
el desconocido a modo de despedida.
Sin decir una palabra más, la
joven uniformada y el hombre se marcharon, dejando solos a Ana y a su abogado.
-Mi nombre es Samuel, y he sido
nombrado tu abogado de oficio.- Se presentó su abogado. –No sé muy bien qué es
lo que ha ocurrido, pero por lo que he leído hasta ahora, estás detenida por
ser la principal sospechosa de la comisión de seis homicidios.
Ana se quedó completamente
bloqueada, y su cerebro comenzó a funcionar a toda velocidad. No podía creer lo
que estaba escuchando.
-Concretamente – prosiguió el
abogado – te imputan los homicidios de Marcos González, de Pablo Heránz y de la
familia Martín Sanz al completo: Wenceslao, Mariluz, y sus dos hijas, Carmen y Marisa.
El abogado, con voz mecánica
comenzó a explicarle los trámites que iban a llevarse a cabo en esos momentos,
y le dio una serie de pautas para afrontar la declaración, pero el cerebro de
Marisa se encontraba muy lejos de allí, recordando todo lo sucedido.
Los gritos y el sonido de
cristales rotos, mientras hacía el amor en la ducha con Marcos.
El cuerpo tendido del señor
Wenceslao en el patio sobre un charco de sangre.
Mariluz atacando a Marcos devorándole
la cara, y el abanico que dibujó la sangre en la pared de la escalera cuando
recibió el disparo.
Los ojos sin vida de Marcos.
Los golpes en la puerta.
Wenceslao totalmente recuperado,
levantándose en el patio tras recibir un disparo.
Recordó nítidamente a Marisa abalanzándose
sobre ella, y cómo al esquivarla ésta se precipitó por la ventana impactando
contra el suelo con tal violencia que el crujido de sus huesos rotos volvió a
estremecerla.
Revivió de nuevo el momento en el
que apretó el gatillo contra una desbocada Carmen que corría hacia ella a ella atravesando
el dormitorio a gran velocidad.
Necesitó hasta cinco disparos
para detenerla, y fue el último, el que impactó en su frente el que por fin lo
logró.
Horrorizada recordó como al salir
al pasillo y ver cómo el cuerpo de Marcos se incorporaba, salió corriendo por
el enorme agujero que había junto a la puerta con la intención de huir de
aquella pesadilla.
Se vio a sí misma agachándose
para recuperar su arma y cómo al bajar las escaleras se topó de bruces con
Pablo, el amable vecino con el que solían coincidir durante sus largos paseos, y
que ahora lanzaba dentelladas contra ella.
Por suerte sus dientes no
lograron atravesar el duro cuero de la chaqueta que llevaba puesta, y no sin
dificultad, logró zafarse.
Recordó como levantó la pistola,
y de nuevo se dibujó aquel macabro abanico de sangre tras el disparo.
Un estremecimiento recorrió su
espalda al sentir las manos de Marcos aferrándose a sus hombros, y cómo se zafó
de él, perdiendo la chaqueta y la pistola que llevaba en la mano.
Se vio a si misma rodando por el
suelo y gateando a toda velocidad para alejarse de aquel ser en el que se había
convertido aquel atractivo hombre con el que había decidido pasar el resto de
su vida, mientras cogía la Beretta que llevaba en la cintura.
Una lágrima recorrió su mejilla
cuando se vio a si misma apuntando entre aquellos dos ojos verdes que habían
pasado de mirarla con deseo a transmitir una voracidad animal.
Se escuchó a si misma
despidiéndose de él justo cuando apretaba el gatillo.
Recordó el sonido de cristales
rotos que procedían de la planta baja y cómo, tras recoger de nuevo su chaqueta
y la HK que había perdido durante su forcejeo con Marcos, se dirigió hacia
allí.
A través de la ventana que daba al
patio, vio como Wenceslao braceaba entre los barrotes intentando alcanzarla,
mientras detrás de él Marisa reptaba con las dos piernas rotas por el suelo
para sumarse a su padre.
Le bastaron dos certeros disparos
para acabar con esa locura, y fue entonces cuando cayó extenuada, y no fue
capaz de recordar nada más hasta que despertó en aquel calabozo.
-¿Marisa, estás bien? - Dijo el abogado cuando se dio cuenta que su cliente
permanecía con la mirada perdida y sin pestañear.
Justo cuando iba a añadir algo,
la puerta se abrió, y un hombre ataviado con un traje de militar de color
marrón y, según sus divisas, con rango de Teniente Coronel, les interrumpió.
-Es suficiente.- Sentenció con
voz autoritaria –Por favor, salga inmediatamente de aquí, ha habido un terrible
malentendido- indicó al abogado, mientras le hacía una señal a la Guardia Civil
que custodiaba la entrada, quién entró y retiró los grilletes a Ana.
Una vez se quedó a solas con
ella, el militar, con tono mucho más conciliador, se presentó.
-Soy el Teniente Coronel Abraham
Martínez, del Centro de Control de Enfermedades.- Dijo mientras le tendió una
mano que Ana aceptó con firmeza.
Había oído hablar del CCE, pero pensaba
que era una leyenda urbana. Sin embargo, ahora con aquel enorme militar ante
ella, tenía la certeza de que esa unidad era real.
-Usted ha sobrevivido al ataque
de cinco infectados, algo francamente increíble, y más teniendo en cuenta que
uno de ellos era su pareja.- Continuó mirándola fijamente a los ojos.- No voy a
andarme con rodeos, pues la situación es crítica, mucho peor de lo que
imagina.- Pese a la gravedad de lo que acababa de decir, una sonrisa afloró en
los labios del Teniente Coronel.- La necesito en mi equipo.
El bloque. (Segunda parte)
Cuando Ana quiso reaccionar, la
boca de Mariluz, la devota esposa de Wenceslao, se cerraba sobre el cuello de
Marcos.
Mientras alineaba el alza y el
punto de mira sobre su objetivo, los dientes de aquella frágil mujer que vivía
con su marido, cuyo cuerpo descansaba sobre un charco de sangre en el patio, y sus dos hijas, que apenas unos segundos
antes habían estado golpeando de forma frenética la puerta de su casa,
seccionaban la carótida de Marcos.
Al apretar el gatillo, la aguja
percutora golpeó el aire de la recámara vacía, y en lugar de la detonación, se
escuchó el débil sonido del fracaso, por lo que el pánico se apoderó de Ana,
que veía como la herida en el cuello de Marcos comenzaba a lanzar potentes
chorros de sangre, mientras las piernas de Mariluz seguían atenazada a su
cintura y seguía mordiéndole, esta vez en la cara.
Sus manos temblorosas tiraron de
la corredera hacia atrás, y una vez la bala estuvo alojada en la recámara,
instintivamente levantó el arma y disparó.
Esta vez sí hubo detonación, y el
impacto de la bala contra la cabeza de su objetivo dibujó un abanico carmesí en
la pared de la escalera.
El cuerpo sin vida de Mariluz, todavía
con parte de la nariz de Marcos en la boca, cayó desplomado al suelo mientras él,
apoyándose en el quicio de la puerta, se llevaba las manos al cuello tratando
de parar la hemorragia.
Ana soltó la pistola y se acercó para
ayudarle.
Apenas le dio tiempo a cogerle
del hombro para incorporarle, cuando escuchó los pasos que subían a toda
velocidad desde la planta inferior.
Justo cuando cerraba con fuerza
tras tirar de él hacia dentro, Marisa y Carmen se abalaron sobre ellos,
impactando contra la puerta, haciéndola temblar.
Giró la llave de la puerta
blindada y se centró en Marcos que tenía un aspecto desolador.
A través de los dedos con los que
infructuosamente se aferraba a la vida, la herida del cuello lanzaba pequeños
chorros de sangre.
El lugar que ocupaba antes su
nariz, había quedado huérfano, y en su lugar había una herida que también
sangraba profusamente con dos pequeños orificios entre los cuales sobresalía el
hueso nasal.
Rápidamente se quitó la camiseta
y la enrolló haciendo una bola con ella, y se la dio a Marcos para que hiciese
presión sobre la herida. Necesitaba asistencia sanitaria urgente, pero las expectativas
no eran demasiado halagüeñas, pues los golpes en la puerta crecían en intensidad.
Mientras le colocaba la camiseta en el cuello
y sujetaba las grandes manos de Marcos con las suyas presionando con fuerza la
herida, sus miradas se encontraron.
Por primera vez vio miedo en sus
ojos, unos ojos que poco a poco iban perdiendo su brillo, unos ojos que
suplicaban ayuda y que estaban a punto de cerrarse para siempre.
Marcos negó con la cabeza e
intentó hablar, pero un gorgoteo salió de su garganta y comenzó a toser
profusamente, cayendo al suelo.
Ana intentó ayudarle a
incorporarse, pero él había perdido el conocimiento, por lo que le tumbó boca arriba,
y presionando la herida con una mano, trató de nuevo de llamar a emergencias
con su teléfono móvil.
Seguía sin línea.
Movida por la frustración, lanzó un
grito de rabia y tiró con furia el teléfono contra la puerta, lo que hizo que
la intensidad de los golpes aumentase todavía más.
Marcos no se movía.
Acercó el oído a su boca para
comprobar si respiraba, y al no sentir su aliento le tomó el pulso.
Su corazón se había parado, no
así los golpes en la puerta, que cada vez sonaban con más fuerza.
Trató de reanimarle durante unos
minutos que a ella le parecieron una eternidad.
Exhausta, y sabiendo que nada más
se podía hacer, se quedó mirando sus ojos verdes, que se perdían sin vida en
algún punto del infinito.
Un manantial de lágrimas comenzó
a brotar, deslizándose como un torrente por sus mejillas.
Con delicadeza cerró los párpados
de Marcos y le besó en la comisura de los labios.
Se sentó frente al él abrazada a
sus rodillas y apretando los puños contra sus sienes.
Perdió la noción del tiempo,
hasta que el fuerte impacto de parte del enfoscado de la puerta contra el
suelo, la hizo ponerse en alerta.
No aguantaría mucho tiempo.
Se puso en pie y se dirigió al
armario para coger algo de ropa.
Al abrir la puerta vio la
cazadora de cuero negra que apenas unos días antes le había regalado Marcos, y sin
dudarlo se la puso.
Maldijo al recordar que había
soltado su pistola tras el enfrentamiento con Mariluz, por lo que no le quedó
más remedio que coger la de Marcos, que aún tenía en la cintura.
Desabrochó su cinturón y cogió el
arma con su funda.
No estaba familiarizada con una
pistola tan grande como aquella, pero estaba en una situación comprometida y no
le quedó más remedio que adaptarse.
Justo cuando soltaba la corredera
y alojaba una bala en la recámara, un fuerte impacto hizo que parte de la pared
cediera, abriéndose un hueco por donde una de sus vecinas introdujo un brazo,
dando manotazos frenéticos.
Apenas quedaba tiempo.
Sin pensárselo dos veces, se
dirigió a la ventana del dormitorio.
La idea era arriesgada, pero no
le quedaba más remedio que intentarlo si quería tener alguna posibilidad.
Asomándose a la ventana con la
intención de deslizarse hasta la planta baja, e intentar salir por allí, lo que
vio la dejó sin aliento.
Wenceslao, con una gran herida en
la cabeza, estaba agachado sobre algo.
-¡Mierda!-exclamó Ana.
El hombre levantó la vista y clavó
sus frenéticos ojos en los de ella.
Tenía la boca cubierta de sangre.
Tiró a un lado el cuerpo sin vida
del pequeño pomerania, y se levantó.
Como si de una fiera se tratase,
comenzó a dar vueltas por el patio sin dejar de mirar a Ana, intentando sin
éxito trepar hacia su posición.
El sonido de un nuevo cascote impactando
contra el suelo del pasillo hizo reaccionar a Ana.
Levantó el arma y disparó a su
vecino.
La bala impactó en el hombro,
haciendo que el hombre cayese de espaldas al suelo.
Cuando Ana estaba sacando una
pierna por la ventana, horrorizada vio como volvía a levantarse como si nada
hubiese ocurrido.
Entró de nuevo en el dormitorio,
y observó como el ser en el que se había convertido su vecino seguía caminando
en círculos en ese extraño estado de frenesí, como si nada hubiese ocurrido.
Volvió a apuntar, pero sintió que
el aire se movía a su espalda y se dio la vuelta mientras Marisa se abalanzaba
sobre ella.
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