miércoles, 18 de julio de 2018

El primer tren de la mañana.


Como todos los días, cogí el primer tren de la mañana para ir a trabajar, pero esta vez llegué bastante justo de tiempo a la estación, y justo cuando llegaba al andén el tren estaba a punto de cerrar sus puertas, por lo que en lugar de subir al primer vagón, tuve que conformarme con en el cuarto.
Me sentía extraño, pues ninguna de las caras con las que suelo encontrarse habitualmente me era familiar, por lo que me senté en uno de los asientos laterales, y comenzé a leer las noticias en mi teléfono móvil.
Sin embargo al cabo de pocos minutos me cansé y comenzé a observar a los viajeros que me acompañaban en mi trayecto diario.
Debido a que el sol todavía no había comenzado a hacer acto de presencia, sumado al hipnótico traqueteo del tren, la mayoría de los pasajeros iban dormidos, sin embargo, llamó poderosamente mi atención el conjunto de cuatro asientos que tenía justo frente a mi, donde un hombre y una mujer se encontraban frente a frente absorbidos por sus teléfonos móviles, ajenos a todo lo que sucedía a su alrededor.
El silencio que reinaba en el vagón y la tenue luz, debido también en parte a que la mitad de las bombillas se encontraban apagadas, generaba una extraña atmósfera donde las pantallas que captaban la atención de la extraña pareja producían un aura brillante que hacía que los rostros de sus propietarios adquiriesen un tono más mortecino del que deberían tener.
La voz artificial que anunciaba las paradas donde el tren se iba deteniendo durante su trayecto habitual, alertó a la mujer, pues nada más escuchar el nombre de la estación donde el tren haría su siguiente alto en el camino, guardó presurosa el teléfono en su bolso, e hizo algo que me sorprendió y que para nada esperaba.
Se puso en pie y se despidió del hombre con un beso frío en la comisura de sus labios.
El hombre, sin variar un ápice la expresión de su rostro, y sin separar los ojos de su teléfono, levantó una ceja a modo de despedida.
Las puertas del tren se cerraron tras aquella mujer, que salió del vagón con expresión triste y, como había viajado durante todo el trayecto, en completo silencio.
Me fijé en los pasajeros que habían subido en aquella parada, y llamó poderosamente mi atención una chica que, como atraída por un imán, tomó asiento en el mismo lugar que ocupaba aquella mujer triste segundos atrás.
Era la antítesis de la ocupante anterior, pues era muy joven, con una melena larga, sedosa y casi tan oscura como su piel, que enmarcaba un rostro angelical donde destacaban unos enromes y preciosos ojos negros, los cuales desprendían un extraño brillo que hacía que ni siquiera yo pudiera apartar la vista de ellos.
El hombre de repente dejó de mirar la pantalla, como si lo que en ella hubiese no tuviese el menor interés, y comenzó a juguetear nervioso con el protector de su teléfono, el cual había pasado a ocupar un segundo plano apoyado en su regazo.
Parecía nervioso, pues no pasaba ni un segundo en el que no cambiase de posición, y tan pronto permanecía con los brazos cruzados, como empezaba a rascarse frenéticamente el mentón, o pasaba a guardarse el teléfono en el bolsillo para, sin ni tan siquiera soltarlo, volver a sacarlo y colocarlo de nuevo en su regazo para continuar jugueteando con él.
La chica, ajena al torrente hormonal que acababa de provocar en aquel hombre, comenzó a maquillarse, totalmente ajena a las furtivas miradas que le lanzaba el desconocido que tenía justo delante de ella.
El rostro del hombre iba adquiriendo una tonalidad más viva, hasta tal punto que parecía haber rejuvenecido varios años en el corto lapso de tiempo que había pasado desde que aquella joven decidió sentarse frente a él.
Sus mejillas se tiñeron de rojo cuando le sorprendió en el transcurso de una de aquellas miradas furtivas con las que la contemplaba.
Estaba claro que la chica le gustaba.
Sin embargo ella no le correspondió, y continuó ton total indiferencia, aplicándose la máscara de pestañas frente al espejo ovalado que centraba toda su atención.
Sin embargo la indiferencia que ella mostraba al principio dio paso a una tensión que se podía cortar con un cuchillo.
 La mirada del hombre descubierto quedó perdida en el infinito mientras sus dedos, como si tuvieran vida propia, tamborileaban frenéticamente sobre el teléfono, como si estuviesen enviando un mensaje secreto a aquella joven para que se tranquilizara.
Parecía estar más nervioso a cada instante, pues cada parte de su cuerpo parecía actuar de forma independiente: bostezaba, cruzaba los brazos, colocaba sus manos en el regazo entrelazando sus dedos formando figuras imposibles, serascaba frenéticamente partes de su cuerpo que estoy seguro que ni siquiera le picaban... había pasado de ser una estatua de sal a convertirse en un junco en mitad de una tormenta.
La frialdad con la que había despedido a la mujer que instantes antes había depositado un tímido beso en la comisura de sus labios, se había vuelto en su contra, pues ahora era él quién sentía devoción por la mujer que se sentaba ante él, mientras ella le ignoraba con total indiferencia.
“No es justo” debió pensar aquel hombre que parecía desesperado y al borde de las lágrimas.
Y en ese mismo instante su rostro cambió, pues debió de caer en la cuenta de quién era la mujer que tenía ante sus ojos y lo que significaba.
Se trataba de la misma mujer que le besó y se marchó en aquella lejana parada olvidada, aunque mucho más joven.
Era tan sólo un recuerdo de otra época. Otra época en la que fue feliz.
Ante aquella revelación, resignado y con la mirada triste, el hombre volvió a encender la pantalla de su teléfono móvil para perderse en el mundo virtual que se abría ante sus ojos.
Dudaba entre enviarle un mensaje a la mujer triste pidiéndole disculpas, o simplemente seguir aislado del mundo tras haber caído en la cuenta de algo que no le gustaba.
Sea como fuere, aquel hombre volvió a convertirse en la fría estatua de sal sin alma que llamó mi atención nada más subirme al tren, y que ha comenzado a desvanecerse para ser olvidada.

lunes, 16 de julio de 2018

La muerte no es el final. (Miami. 3ª parte.-Final)


-Por cierto, el paciente de la habitación 406 tiene una fiebre altísima con continuos escalofríos. El Doctor Martin no tiene demasiadas esperanzas y duda mucho que pase de esta noche. – Dijo Sally mientras se vestía.

-¡No me jodas! Es el sexto fiambre de esta semana… ¿Pero qué le pasa a la gente de esta ciudad? ¿Por qué se muere todo el mundo durante mi turno? –Se quejó Davids - ¿No será el viejo de la cara comida, verdad?... Ya se podría haber quedado en el sitio en lugar de venir aquí a molestar. ¡Otra noche sin estudiar por culpa del papeleo, como si lo estuviera viendo!

El joven afroamericano se puso en pie y comenzó a vestirse también. El turno de noche estaba a punto de comenzar, y sabía que el personal de limpieza todavía tardaría un buen rato en acudir a aquel cuarto, pero la noticia le había caído como un jarro de agua fría, y la idea de continuar allí un minuto más le incomodaba.

-Ya viste las fotografías en Internet y por como quedó aquel pobre viejo, creo que es lo mejor que podría pasarle.- respondió Sally apoyando sus manos en los hombros desnudos de Davids.-A mi lo que más me preocupa es el hambre que debía tener el que le atacó… ¡Comerse a un Vagabundo!, con la cantidad de enfermeros apetitosos que hay en esta ciudad, no lo entiendo.-Dijo mientras le propinaba un cariñoso mordisco en el cuello que consiguió que al joven se le pusiera la piel de gallina.

Apartó cuidadosamente las manos de la joven de sus hombros, y se puso en pie para ponerse la parte superior de su uniforme verde.-Lo siento, pero es tarde. El personal de limpieza podría venir en cualquier momento. Si quieres podemos vernos mañana en mi apartamento.

-Sabes que no puedo. Mi marido vuela mañana y tengo que cuidar del pequeño diablillo.-Contestó dándole un beso en los labios a modo de despedida. –Será mejor que me vaya. Hace una hora que debería estar en casa.- Dijo mientras salía de aquel cuarto en el que el olor a productos desinfectantes enmascaraba lo que allí acababa de suceder.

Davids se quedó sólo en aquel cuarto, donde las botellas de lejía y el gel desinfectante para las manos fueron mudos testigos de las dos lágrimas que rodaron por sus mejillas.

Su vida siempre había girado en torno a relaciones tóxicas, pero con esta había batido su propio record. Se había colgado completamente de aquella chica, aunque sabía que jamás abandonaría su vida de cuento de hadas por un joven enfermero sin más aspiraciones que acabar sus estudios de medicina algún día.

Sabía que tenía que borrar a aquella chica de su mente, pero era consciente de que no lo conseguiría tan fácilmente, pues lo que había empezado como una simple aventura, había calado en lo más hondo de su corazón, y se había acabado enamorando perdidamente de la jefa de cardiología.

Respiró hondo y salió de aquel pequeño cuarto de la limpieza sin saber que aquel encuentro con Sally había sido el último.

Después de fichar en el viejo reloj que había junto al ascensor, oculto de las miradas curiosas de pacientes y visitantes, se dirigió al punto de encuentro, donde el jefe de turno le dio las instrucciones tanto a él como a los otros diecinueve enfermeros que formaban parte del turno de noche.

Davids suspiró con resignación cuando el jefe le nombró como uno de los encargados de repartir las bandejas con la cena. Si normalmente la gente se quejaba con las insípidas recetas que preparaban los cocineros que trabajaban en aquel hospital, los domingos, cuando la mitad del personal de cocina tenía el día libre, las quejas se multiplicaban por cuatro, por lo que, saltándose las normas del hospital, que establecían la prohibición del uso de auriculares durante el trato con los pacientes, conectó sus auriculares a su teléfono móvil para escuchar una de sus listas de reproducción favoritas.

Una vez finalizado el reparto y la recogida de bandejas, ajeno a las protestas por el menú de aquella noche, era el momento de controlar la temperatura y las bolsas de suero a los inquilinos de la 4ª planta, donde se encontraban los pacientes procedentes de las Unidades de Gestión Clínica de cirugía maxilofacial y cirugía plástica.

Al tratarse de una planta relativamente tranquila, estaría completamente sólo, por lo que con un poco de suerte sacaría algo de tiempo para repasar un par de temas de Microbiología clínica, siempre que no se cumpliera el pronóstico de Sally.

Negó varias veces con la cabeza al sorprenderse pensando de nuevo en la jefa de cardiología que llevaba ocupando la mayor parte de sus pensamientos desde hacía semanas, y comenzó a visitar a los pacientes.

Los cinco primeros pacientes que, como la mayoría habían sufrido una rinoplastia, dormían plácidamente, por lo que tras comprobar que sus constantes vitales estaban dentro de los valores óptimos, les cambió la bolsa de suero sin despertarles.

Sin embargo al abrir la puerta de la habitación 406, el color rojo del monitor que controlaba las constantes vitales de su morador, le indicó que algo no iba bien.

Cuando comprobó que su temperatura ascendía a 42oC, fue corriendo al botiquín a coger un par de ampollas de Metamizol sódico para tratar de bajarle la temperatura.

Al revisar el estado de la vía dio un salto hacia atrás, pues la piel de alrededor, completamente blanca, pese a que el señor Roland era afroamericano.

Le inyectó directamente en la vía ambas ampollas con el antipirético, aunque sabía que de nada iban a servir.

Sally tenía razón.

Los riñones llevaban varias horas sin funcionarle, y todos los esfuerzos por recuperarlos habían sido en vano.

Por suerte el paciente estaba tan sedado que no sentiría apenas dolor.

Ya solamente quedaba esperar lo inevitable.

Davids suspiró resignado ante el escenario que se le avecinaba, donde sus expectativas de estudio eran cada vez más pequeñas, por lo que con gesto serio continuó su ronda.

Tras salir de la última habitación, donde un joven transexual se recuperaba de una rinoplastia y una reducción de mentón, se dirigió al cuarto de descanso, pero cuando pasó por delante de la habitación 406 se vio obligado a entrar para comprobar el estado del Señor Roland.

Nada más abrir la puerta, como si esperase su llegada, tras tres leves pitidos, el monitor del electrocardiograma pareció saludarle con el pitido continuo que anunciaba que el paciente había entrado en parada cardiorespiratoria.

En lugar de avisar a otro enfermero, como marcaba el protocolo, cerró la puerta tras él y se sentó en el sillón que había junto a la cama, colocándose los auriculares y seleccionando el Canon de Pachelbel de su lista de reproducción, mientras con los codos apoyados en las rodillas se relajaba contemplando la escena, y disfrutando como tantas otras veces de ver la muerte en directo.

Se sentía como un Dios cuando tenía la capacidad de decidir si una persona vivía o no. Bastaba con actuar si consideraba que la vida de alguien merecía su esfuerzo, o sentarse a esperar, como en este caso, si consideraba que debía dejarle morir.

Y esos momentos le gustaba disfrutarlos con su mejor música.

Tras un tiempo prudencial, se puso en pie y se acercó al cuerpo sin vida del vagabundo.

Comenzó a retirarle los vendajes de la cabeza mientras comenzaban los primeros acordes de la Sinfonía número 3 de  Johann Sebastian Bach.

Pese a que estaba acostumbrado a ver mutilaciones y heridas de todo tipo, no pudo contener un grito ahogado de asombro cuando comprobó el estado de las heridas que ocultaban los vendajes.

Toda su cara era un amasijo de carne sanguinolenta llena de pus, y el lugar donde debería estar su ojo derecho, era un hoyo del tamaño de una pelota de golf, mientras que el izquierdo lo ocupaba un párpado cruzado por varias decenas de pequeños puntos de sutura.

A través de sus carrillos destrozados, se podían ver varias piezas dentales, y el lugar donde debería estar su nariz, lo ocupaba una pequeño tubo de plástico que se perdía en su interior.

Mientras comenzaba a sonar “El Cascanueces” de Tchaikovsky, cogió la carpeta que había al pie de la cama y comenzó a repasar el historial del paciente antes de rellenar los formularios de defunción. 

Esa era tarea de los médicos, pero a él le gustaba rellenar una copia para luego compararlos con los que cumplimentaban ellos.

La música no le permitió escuchar los primeros estertores del cuerpo que comenzaba a revivir detrás de él.

Si no hubiese estado tan concentrado rellenando los formularios habría escuchado los gruñidos que emitía la bestia en la que se había convertido el anciano.

Apenas le dio tiempo de sentir como los brazos del anciano le atenazaban por la cabeza y como sus dientes se cerraban en torno a su cuello…

...buscando comida.

sábado, 14 de julio de 2018

En el hospital. (Miami. 2ª parte).



El rítmico sonido del electrocardiograma, al compás del respirador, terminó por despertarle de la horrible pesadilla que estaba sufriendo.

En ella se encontraba en el parking de un centro comercial buscando comida, y en cada cubo de basura que abría, encontraba pequeños fetos atestados de moscas. Eran unas moscas extrañas que le miraban fijamente con las cuencas de los ojos vacías, sonriéndole con pequeñas bocas llenas de dientes podridos.

Era perfectamente consciente de que había despertado, pero algo iba mal.

No veía nada y sentía una gran presión en la cabeza.

Trató de acercar las manos a su rostro, pero no alcanzó a tocarlo, ya que lo único que sintió en las yemas de sus dedos fue el tacto del aparatoso vendaje que envolvía su cabeza.

Entonces recordó algunas imágenes sueltas de lo sucedido.

Le vino a la cabeza el terrible dolor tras la caída, al que se sumó después el que sintió tras cada uno de los mordiscos que le iba propinando aquel desconocido que decidió saciar su apetito con Ronald.

Se estremeció al recordar el sonido de la carne desgarrándose y separándose de su cara tras cada bocado, y el ruido de aquella bestia al masticar mientras respiraba ansioso antes de asestar el siguiente mordisco.

El ruido de las sirenas del coche que se detuvo a escasos metros de ellos, no sirvió para detenerle. 

Los gritos de los agentes tampoco hicieron que parase.

Aquel desconocido siguió comiendo ajeno a las indicaciones de aquella patrulla que no daba crédito a lo que veían sus ojos.

Ni siquiera las cuatro detonaciones que se escucharon consiguieron detenerle, pues los mordiscos no cesaron hasta que el quinto disparo hizo que aquel desconocido cayese desplomado sobre Ronald.

El sonido de una puerta abriéndose le hizo volver de nuevo a la realidad.

-Bueno, bueno, parece que por fin ha despertado.- dijo una voz alegre, intuía que de una mujer joven, que no pasaría de la treintena. -Lleva casi un día entero durmien…¡No intente levantarse!-Exclamó con severidad tras ver como Roland intentaba incorporarse.- Es muy importante que no se mueva o le quedarán unas cicatrices horribles. El doctor vendrá a verle en breve.-Añadió con una voz que volvió a dulcificarse. –Yo sólo he venido a cambiarle el suero y los antibióticos… ya he terminado, siga descansando.

Intentó contestar, pero los vendajes le impidieron articular palabra alguna, y lo único que salió de su garganta fueron gruñidos ahogados.

-Tranquilícese. Todavía no es bueno que intente hablar, pues tiene los puntos muy recientes. En unas horas vendrá a verle el doctor. Intente no moverse y descanse.

La inyección de Olanzapina que le acababa de suministrar la enfermera comenzó a hacer efecto y se quedó dormido de nuevo.

Y con el sueño volvieron los delirios.

Estaba sólo en un extraño cine, donde se proyectaba “La noche de los muertos vivientes”.

La escena del asedio a la casa estaba en su máximo apogeo, cuando uno de los estrafalarios Zombies que hicieron saltar a la fama a George A. Romero, salió de la pantalla y con paso tembloroso y lento se dirigió hacia donde estaba sentado.

No podía moverse de la butaca, y el monstruo estaba cada vez más cerca.

Hasta que le alcanzó.

El muerto, que había vuelto a la vida con un apetito atroz, le agarró del brazo y tiraba con fuerza, tratando de llevárselo a la boca.

Justo cuando los dientes de aquel ser se clavaban sobre su piel, despertó.

Instintivamente se llevó la mano al lugar donde le estaban mordiendo en aquel extraño sueño, y sintió el tacto de una mano que le estaba sujetando en aquel punto.

-Siento haberle despertado.-Se disculpó una voz grave.

Esta vez Roland calculó que se trataba de un hombre maduro, que pasaría de los cuarenta.

Trató de contestar a aquella voz, pero las vendas no le dejaron articular palabra, y emitió de nuevo aquella especie de gruñidos.

-Mi nombre es Philip Martin. Soy cirujano plástico y formo parte del equipo que le ha salvado la vida. Hemos hecho todo lo posible para reconstruirle la cara. –El hombre hizo una pausa que provocó un nudo en la garganta a Roland.-Ahora voy a retirarle las vendas para comprobar el estado de sus heridas.

Entonces sintió como las hábiles manos de aquel hombre le retiraban las vendas y los algodones que envolvían su cabeza.

El contacto del aire con su piel le provocó un alarido de dolor, pues sintió como si miles de cuchillas se lavasen en su piel.

 -Es normal que le duela, pues tiene todo el tejido muscular expuesto al aire.- Dijo el médico de forma poco convincente.-Incluso el dolor es bueno, pues indica que el tejido sigue vivo  y no ha perdido toda la sensibilidad, aunque aún es pronto para sacar conclusiones, pues los próximos días serán cruciales en su recuperación.

La voz del médico le sonó mecánica y artificial. Sabía que le estaba mintiendo. Sin saber por qué, tenía la certeza de que algo no andaba bien.

-Deje que le cure y le colocaré vendas limpias. Parece que tiene buen aspecto, y, si todo va bien, en diez días podrá abrir de nuevo el ojo.-Anunció el cirujano.

-¿Co… cómo que el ojo?-consiguió articular Roland.

Instintivamente se llevó las manos a la cara, pero sus dedos se colaron por un hueco que a él le pareció enorme, por donde pudo sentir el tacto de sus propios dientes, justo donde deberían estar sus carrillos.

-Veo que todavía no sabe nada.-dijo el médico con tono grave.- Siento ser yo el que tenga que darle esta noticia, pero un loco le atacó. Por suerte para usted, una patrulla de policía pasaba por ese lugar justo en el momento del ataque, y lograron abatir a su atacante.

Tras una pausa para coger aire y medir sus palabras, el cirujano prosiguió su relato.

-Le trajeron aquí en muy mal estado, pues había perdido la nariz, ambos pabellones auditivos, gran parte de la cara y el ojo izquierdo. De hecho el ojo derecho se lo tuvimos que recolocar, y todavía no estamos seguros de si conservará la visión, aunque el equipo de oftalmología que lo ha operado es optimista y está bastante esperanzado en salvárselo.-El médico volvió a hacer una pausa mientras agarraba una mano del anciano.-Es un milagro que esté vivo, ha tenido mucha suerte. Además, no se tendrá que preocupar por los gastos médicos, pues la madre de su atacante se ha comprometido a hacerse cargo de las facturas, así que pasará aquí el tiempo que sea necesario hasta que se recupere.

-Al parecer -prosiguió el médico- su atacante se encontraba bajo los efectos de una nueva droga de diseño que ha entrado con fuerza procedente de los peores suburbios de Jamaica.

Comenzó a sentir como aquella voz se iba alejando cada vez más, hasta que se convirtió en un pitido continuado.

No pudo escuchar el final del relato del médico en el que le contaba que fueron necesarios cinco disparos para abatir a su joven atacante, pues la nueva dosis de Olanzapina que le acababan de suministrar comenzó a hacer efecto, y volvió a quedarse dormido.

Esta vez no soñó nada, pues el virus que en esos momentos se multiplicaba exponencialmente en su cuerpo, estaba a punto de entrar en escena.

domingo, 8 de julio de 2018

Buscando comida. (Miami. 1ª Parte)

-¡Aparta tus sucias manos de ese cubo, maldito hijo de puta!- gritó el viejo vagabundo mientras se acercaba blandiendo amenazante una vara de metal.- ¡Fuera de aquí!


Mientras el joven haitiano huía despavorido ante las amenazas, comprobó satisfecho como todo seguía en su sitio. Por suerte no llegó a ver su carrito, escondido entre los cartones, en el guardaba todos sus recuerdos.

Ronald se había acostumbrado a vivir esa situación casi a diario desde que comenzó su calvario. 

Llevaba toda su vida en la calle, pero desde que la caída de Lehman Brothers dio el pistoletazo de salida a la crisis global que asolaba al primer mundo, la supervivencia en las calles se había recrudecido, y eran cada vez más los habitantes de los suburbios que luchaban por sobrevivir entre la inmundicia que dejaban aquellos con más suerte y que tuvieron la oportunidad de vivir cómodamente en aquella sociedad que estaba condenada a desaparecer.

Con más de 65 años a sus espaldas, Ronald Poppo, al que todos llamaban cariñosamente “el abuelo Ronnie”, era uno de los veteranos, y pese a que en la calle todos le respetaban, cada vez más a menudo se veía obligado a recurrir a la fuerza para evitar perder su alacena, nombre con el que él se refería al contenedor de basura que había en la parte trasera la pequeña tienda en las afueras de Little Haiti, uno de los barrios más humildes de Miami, y también uno de los más peligrosos, donde Ronald había nacido, crecido, envejecido, y donde tenía claro que moriría.

Abrió el contenedor con la esperanza de encontrar algo para cenar aquella noche, pero como el día anterior, estaba totalmente vacío.

Y seguiría así hasta que Fabienne recibiese el alta médica, algo que tras los dos disparos que recibió durante el atraco que sufrió varios días antes, se antojaba harto difícil.

Resignado suspiró y, a sabiendas de que no le quedaba más remedio, cogió su carrito y se dirigió al puente de la 95 sobre la 79, una zona de nadie, donde con un poco de suerte encontraría algo para echarse a la boca.

Pese a llevar toda la vida viviendo en la calle, el viejo siempre había gozado de un gran sentido del humor, y era muy querido por todos los vecinos. Sin embargo, tras la muerte de su hijo cuatro meses atrás, fruto de un altercado con la policía durante la celebración del año nuevo, su alegría, junto con sus ganas de vivir, se marcharon al infierno con él.

Con paso lento y apesadumbrado, sin darse cuenta de la gigantesca sombra que se cernía sobre él, perdido en sus pensamientos, en los que recordaba cómo los ojos de su hijo se apagaron para no ver llegar el año 2012, ese año que según la profecía de los mayas, lo cambiaría todo, llegó a su destino.

Abrió el cubo y, como si le estuviera esperando, allí estaba un plátano. Tenía la piel completamente negra, pero Ronald sabía que el interior estaría en perfectas condiciones, o al menos eso esperaba.

Metió la mitad de su cuerpo en el gran cubo para intentar alcanzar aquel preciado manjar, y cuando las yemas de sus dedos acariciaron la piel del plátano, sintió como unas manos le agarraban de la cintura tirando de él hacia atrás, lanzándole por los aires como si de un pelele se tratase.

Mientras volaba hacia el suelo, el tiempo pareció detenerse, y el mundo que había comenzado a girar ante sus ojos  se detuvo un instante ante la imagen de aquel gigantesco coloso de ébano, completamente desnudo que le miraba con los ojos inyectados en sangre.

Fue tan sólo una décima de segundo, pero fue consciente de que algo no iba bien en la cabeza de aquel muchacho. Fue entonces cuando sus viejos huesos se estrellaron contra el duro cemento y el crujido de su cadera al partirse le hizo aullar.

Fue un terrible alarido, un grito que nació en su garganta y que estaba más alimentado del terror que sufrió en aquel momento que de un dolor que ni tan siquiera notó.

Sintió como alguien se sentaba a horcajadas sobre su pecho y vio como aquel gigantesco coloso negro acercaba su cara a la suya.

Como si de una bestia se tratase, comenzó a olfatearle.

Ronald cerró los ojos con fuerza y dejó que la oscuridad invadiese sus pensamientos mientras el depredador comenzó a comer.         

sábado, 7 de julio de 2018

En el ascensor.



El ansiado timbre que anunciaba el final de la jornada por fin sonó.

Tras tantas horas en aquel monstruo de hormigón, el desagradable sonido fue recibido por sus oídos como música celestial.

Dejó los auriculares sobre la mesa y apagó el ordenador.

Su puesto era uno de los tantos que quedaban sin cubrir durante el turno de noche, y no tenía que esperar a que llegase ningún relevo para salir.

Se dirigió a los vestuarios para cambiarse y, tras una larga ducha cogió su mochila y, tras comprobar que no quedaba nadie y apagar las luces, salió.

Pese a estar en la planta 36 de aquel rascacielos, y a que normalmente tardaba en subir o bajar algo más de veinte minutos, siempre que podía evitaba utilizar los ascensores para no tener que pasar ni un segundo en aquellas cajas de cerillas con alguno de sus compañeros.

Sin embargo aquel día la rodilla le estaba doliendo más de la cuenta y no le quedó más remedio que utilizar el ascensor. Por suerte, su estrategia de estirar al máximo el tiempo dentro del vestuario funcionó, pues cuando se abrieron las puertas del ascensor fue la única persona que entró.

Apretó el botón de la planta baja y se entretuvo viendo como la cuenta regresiva del cartel luminoso iba anunciando las paradas que dejaba atrás: 36, 35, 33, 32…

Cuando el ascensor se detuvo inesperadamente entre las plantas 14 y 13, pese a que se había acabado acostumbrando a los continuos fallos, soltó un pequeño grito, pues el frenazo le pilló por sorpresa.

Con cierto aire de resignación, tras pulsar el botón de alarma y comprobar que no funcionaba, dejó su bastón apoyado en la pared y se sentó en el suelo con la mochila en su regazo.

Por suerte llevaba un cuaderno en su interior donde le gustaba escribir pequeñas historias.

Era consciente de sus limitaciones a la hora de escribir, pero no cejaba en su empeño por hilvanar buenas historias.

Cuando apenas había empezado, notó un desagradable olor a huevos podridos.

No le dio mayor importancia y continuó escribiendo, pero al cabo de unos minutos comenzó a sentir como su campo de visión se iba cerrando poco a poco, mientras su cuerpo parecía flotar como si cayera por un precipicio.

Cuando recuperó el conocimiento le dolía la cabeza. Abrió los ojos desorientada, pero nada de lo que vio le resultaba familiar. A través de la espesura de los árboles que había sobre ella, se podía ver un cielo lleno de estrellas.

En seguida se percató de que aquello no era normal, ya que la habitual contaminación lumínica de la ciudad hubiese impedido contemplar el cielo tal y como lo estaba viendo en ese momento.

Al intentar incorporarse, comprobó que no podía. Estaba inmovilizada.

Comenzó a forcejear pero no consiguió liberarse de lo que fuera que la tenía sujeta.

Notaba como algo la aprisionaba por los tobillos, las muñecas, la cintura y el cuello, pero al no poder levantar la cabeza no consiguió saber qué era exactamente.

De repente sintió como una extraña fuerza tiraba de ella precisamente de esos mismos puntos, y sin que pudiese hacer nada para evitarlo, la puso de pie.

Entonces le vio.

Junto al enorme tronco de uno de aquellos gigantescos árboles se encontraba apoyado el payaso de cara blanca y pelo rojo que había protagonizado sus pesadillas desde que no era más que una niña.

Sus ojos inyectados en sangre la miraban divertidos, mientras con el mando Tozer la controlaba a su antojo haciéndola bailar y adoptar posturas inverosímiles.

Normalmente nada más aparecer él, despertaba de aquellas pesadillas, pero esta vez no despertó.

Pese a ser consciente de que todo era un sueño, el pánico se apoderó de ella al no poder controlar la situación.

No entendía por qué aquel payaso seguía allí y no era capaz de despertar.

Cada vez estaba más cerca.

Cuando su nariz roja rozó la suya, el monstruo abrió una gigantesca boca llena de dientes afilados como los de una sierra, entre los que, rodeada de gusanos blancos,  se movía su lengua viperina de color verde.

El nauseabundo aliento a huevos podridos de sus fauces, hizo que lo comprendiera todo mientras iba siendo devorada, pues justo en ese momento recordó que el olor a huevos podridos era una característica que las compañías distribuidoras añadían al gas natural para detectar escapes, por lo que supo que nunca más despertaría de aquella aterradora muerte dulce.

El marinero.



Sus callosas y agarrotadas manos se aferraban a la maroma mientras la furia del mar embravecido trataba de doblegarle.

A punto de sucumbir ante la fuerza descontrolada de las olas, Antonio luchaba por sobrevivir.

No era la primera vez que se enfrentaba a un temporal, y siempre había salido victorioso de ellas. Sin embargo, esta vez algo había cambiado.

Había perdido la cuenta de las veces en las que a punto estuvo de perder la vida en aquellas aguas.

Pese a ello siempre volvía para demostrarse a sí mismo que era un hombre de verdad.

Mientras se aferraba a la vida con las pocas fuerzas que le quedaban, no conseguía quitársela de la cabeza pese a que sabía que ya no volvería a verla.

Los recuerdos de las últimas horas se mezclaban en su mente, en forma de imágenes que habían ido perdiendo todo su color, tan lejanas que ya no era capaz de reconocerse a sí mismo.

Con un esfuerzo titánico, comenzó a trepar de nuevo por la cuerda.

Atenazó el borde de la barca y sin soltarse de la maroma, tomó impulso.

A punto estuvo de conseguir su objetivo, pero la fatalidad hizo que la madera de ese punto cediera y volvió a caer al mar.

Maldijo su suerte soltando un grito de impotencia que fue ahogado por una inoportuna ola que llenó sus pulmones de agua.

Tras superar el ataque de tos y recobrar el aliento, desorientado y a punto de perder el conocimiento, se tranquilizó al ser consciente del áspero tacto de la maroma a la cual seguía aferrado con fuerza.

Volvieron a su cabeza los recuerdos de esa misma tarde cuando ella, arrodillada y con lágrimas en los ojos, le suplicó que no saliese al mar, seguramente porque sabía la gran tormenta que se avecinaba, a pesar de que en aquel pequeño cubículo no había ventanas.

Pese a las lágrimas y a las súplicas, finalmente como tantas otras veces salió a navegar.

Le debía tanto al mar que no podía faltar a su cita diaria con él.

Las frías aguas del Atlántico le regalaron aquella flor del desierto de nombre impronunciable, que días antes arrancó de las fauces de la muerte.

Nada más rescatarla del agua, supo que sería la mujer de su vida.

El destino caprichoso quiso que Antonio pasase justo por ese punto en el preciso instante en el que se agotaron las últimas fuerzas de aquella belleza de ébano, y resignada a una muerte segura se dejaba llevar, como habían hecho las otras 45 almas de sus acompañantes, quienes no tuvieron tanta suerte y quedaron atrapadas para siempre en las profundidades.

Tras zambullirse en el agua para arrastrarla a la superficie, consiguió, no sin esfuerzo, subirla de nuevo en la barca, donde cubrió su cuerpo totalmente desnudo con una vieja manta para intentar que la joven entrase en calor.

Y fue en ese momento cuando sus miradas se cruzaron por primera vez.

Fue un instante efímero antes de que ella perdiese el conocimiento, pero duró lo suficiente para que él supiese que sus destinos habían quedado enlazados para siempre.

Aferrado a la maroma, aprovechó sus últimas fuerzas para abrir la mano y dejarse así engullir por el mar, pues supo que era lo mejor.

El primer impulso nada más resbalar y caer al agua, tras arrojar por la borda el cuerpo sin vida, mutilado y lleno de moratones de aquella joven, que, como las otras, aún seguía encadenada, fue volver a la barca.

Sin embargo, tras interpretar lo que estaba sucediendo como una señal, su mente perturbada supo que esta vez había conseguido encontrar al amor de su vida.

Cerró los ojos y se sumergió por última vez con la esperanza de encontrarse con ella de nuevo, convencido de que seguirían unidos para siempre en las profundidades del océano.