miércoles, 27 de julio de 2016

Apocalipsis.



          Todo está en silencio.

          No se escucha nada y todo está quieto, inmóvil, como si la tierra estuviera conteniendo el  aliento.

          Bajo la atenta mirada de farolas y semáforos de enormes ojos apagados, las vacías calles muestran un panorama desolador.

          Todo terminó  aquel fatídico 29 de julio del año 2016, cuando el sol se apagó de repente y la luna se tiñó de sangre. Cuando los vivos murieron y cuando comenzó el fin.

          El planeta entero se sumió en el más absoluto silencio y todo quedó en una angustiosa calma, incluso el mar, que instantes antes azotó las costas con violencia, de repente paró de moverse y el viento dejó de soplar, haciendo que todas las partículas en suspensión que se mecían en sus brazos cayeran, cubriendo todo con un fantasmagórico velo.

          Los niños, que minutos antes disfrutaban de un refrescante baño en las piscinas de la ciudad, yacían flotando inertes con sus ojos apagados fijos en la negrura infinita, al igual que aquellos a los que la muerte les sorprendió en el andén de la estación, condenándolos a esperar eternamente ese tren que nunca llegaría, y que jamás les llevaría de vuelta al hogar.

          Sorprendió a todo el mundo, pues nadie se lo esperaba pese a las advertencias. Todo el mundo creía que era otra profecía alarmista más, y desconocían hasta qué punto esta era la verdadera.

          Nadie vio nada, y ninguno de ellos sintió cómo se apagaba el planeta, y para cuando quisieron darse cuenta de lo que ocurría, sólo unos pocos fueron conscientes de qué significaba ese pitido en sus oídos y la visión borrosa instantes antes de caer fulminados.

          La atmósfera se tornó venenosa y acabó con toda la vida del planeta tan rápido como había llegado. Todo animal, vegetal, hongo, bacteria, e incluso los virus, sucumbieron.

          Todo terminó.

          El mundo había muerto, quedando como un cementerio, repleto de cuerpos sin vida, de absurdas guerras sin terminar, de promesas de amor eterno despedazadas de forma prematura, y de planes desbaratados.

          Comienzan a brillar unas intensas luces en el cielo, cuando de la nada surgen unas gigantescas esferas de un rojo brillante, casi cegador.

          En cada parte del mundo ocurre lo mismo, y millones de esferas tocan el suelo de forma simultánea, seguidas de sordas explosiones que lo arrasan todo a su paso, evaporando el agua del planeta, dejando un inmenso desierto carbonizado bajo un cegador cielo blanco.

          De nuevo una gigantesca esfera aparece en el cielo, esta vez blanca, mucho más grande que las anteriores. De su interior surge una misteriosa figura vestida con un uniforme militar y una máscara de gas cubriéndole el rostro, sujetando varios aparatos de medida.

          Comienza a tomar muestras del suelo, y con un medidor comprueba el estado de la atmósfera.

          Satisfecho se quita la máscara de gas y el casco protector, y respira hondo.

          Pulsa un botón del intercomunicador que lleva puesto en su oreja izquierda, indicándole a su Comandante que los parámetros son correctos,  y que el Apocalipsis 2.0 ha sido un éxito. Recomienda iniciar el programa Planeta Tierra 3.0 sin la presencia de seres humanos, pues acortan la vida útil del programa.

          Tras unos instantes, asiente con la cabeza, se agacha y planta una semilla en el suelo, y al igual que apareció, desaparece.

martes, 26 de julio de 2016

Inspiración.



         El estruendo de los aviones al pasar, agita los cristales a mi espalda mientras vuelvo a intentar escribir. Aquí sentado en la sala VIP de la terminal internacional, cuando apenas quedan un par de horas para embarcar y parecía que la inspiración había vuelto, trato de añadir un par de páginas más a mi novela, con la frustración como única compañía

          Sumido en mis pensamientos, las personas que me rodean no son más que figuras difusas en un mundo gris.

          Alzo la vista intentando enfocar mis pensamientos y frenar el vertiginoso ir y venir de ideas, pero lo único que consigo es que vuelvan a palpitarme las sienes con ese martilleo acompasado que me ha estado acompañando durante los últimos meses, desde que ella se fue para siempre.

          El tiempo parece detenerse. Todo comienza a moverse despacio, muy despacio. Todo excepto los recuerdos que vuelven a mi como si de una pesadilla recurrente se tratase.

          Sangre, gritos, dolor…y de repente silencio.

          Todo está en silencio. Un silencio ajeno al bullicio de la sala de embarque, al sonido de los motores de los aviones, y al del acompasado taconeo de las azafatas que se aproximan por el pasillo.

          Un silencio ficticio, como un presagio de la tormenta que se aproxima tras una calma insoportable, asfixiante, estremecedora.

          Todo a mi alrededor va cada vez más despacio hasta detenerse.

          Ya no puedo más. Lleno mis pulmones de aire e intento gritar con todas mis fuerzas, pues necesito liberarme.

          Silencio.

          Todo sigue en silencio, todo parece flotar ante el paso del tiempo, que se ha detenido.

          Soy consciente de que estoy soñando y se lo que ocurrirá cuando despierte del trance.

          Así que decido despertar.

          Estoy de pie en lo más alto de la torre del centenario campanario que tantas historias ha podido observar desde su posición majestuosa. Ese campanario que ha visto a tantos nacer y a tantos morir. 
          
          Ese campanario que ahora me acerca un poco más a Ella.

          Ella brilla entre las nubes, bañando con su luz todo lo que tengo ante mis ojos, aunque ahora mismo los tenga clavados en su hipnótica belleza.

          No puedo apartar la vista. Me queman los ojos y siento como el pulso se me acelera. Mi verdadero yo, aquel que se halla oculto, sumergido en lo más profundo de este cuerpo débil, lampiño y enfermizo, resurge de nuevo.

          Siento como mi ropa se desgarra, la mandíbula se me alarga, y un vello hirsuto como alambre brota por todo mi cuerpo, cubriéndolo, ocultándolo.

          Lleno mis pulmones de aire y grito con un aullido triunfal, un aullido de júbilo desatado.

          Vuelvo a ser libre.

          Salto hacia los tejados y echo a correr mientras el viento silba sobre mi espalda. Mis débiles músculos cubiertos por la pálida y frágil piel humana, ahora poseen una fuerza sobrehumana que me permite sentir la verdadera libertad.

          Vuelvo a llenar mis pulmones de aire, pero esta vez para aullar, y la noche me devuelve un grito de terror.

          El último grito del dueño de esos pobres ojos asustados que poco a poco se apagan entre mis todopoderosas garras, mientras hundo mis fauces en su garganta.

          Su sangre ensucia mis colmillos. Su sangre limpia mi sed.

          ¡Sangre!, resuena en mi cabeza, ¡sangre!, un quejido que va y viene con fuerza, como el tronar de una campana, que me vuelve loco, e instintivamente intento tapar mis oídos para dejar de oirlo.

          ¡Sangre!..., no, no, noooooooo, intento gritar para atenuar la voz que resuena en mi cabeza, pero no lo consigo, porque mi aullido vuelve a atravesar la noche.

          Ya es demasiado tarde, y el frenesí se apodera de mi. Con mis ojos inyectados en sangre, y mi desquiciado corazón latiendo con furia, chocando contra mi pecho y golpeando sin piedad, eliminando cualquier atisbo de  la poca humanidad que aún yacía dentro de mí.

          Sangre, necesito más sangre.

          Intento saciarme con lo que queda de mi primera víctima, pero apenas siento su sabor, pues ya está corrompida y mancillada por el aire que la rodea. No me sirve, necesito más, por lo que echo de nuevo a correr salvajamente sobre la hierba del parque, casi sin apoyarme, volando en una nube de ansiedad, de violencia carnal que me pide mas...mucha mas... ¡sangre!

          A la carrera, mientras el frío aire de la noche aviva mi sed, me abalanzo sobre mi nueva e indefensa víctima, y sólo el sonido de un trueno me hace volver a fijar los ojos en la pantalla del ordenador.

           Las sienes siguen palpitándome con ese martilleo acompasado que me ha estado acompañando durante los últimos meses, desde que ella se fue para siempre... desde que me abandonó la inspiración.

           Guardo el portátil en su vieja bolsa y decido que es hora de embarcar rumbo a nuevas aventuras...

lunes, 25 de julio de 2016

Sombras.




Ruidera, España. 1975.

                Arropado en su camastro, con un nudo en la garganta y tembloroso como una solitaria hoja a merced del viento, Marcos escuchaba ansioso la historia que arrastraban las palabras de su vieja abuela Eugenia mientras la tenue e inestable luz del pequeño quinqué hacía danzar las sombras en las desconchadas paredes de la pequeña buhardilla.

                -“… y entonces, cuando el niño  abrió la puerta pensando que era su padre, el lobo malvao entró en la casa y se lo comió de un solo bocao”.

                Con un gritito ahogado, el pequeño se tapó la cabeza con las mantas y conteniendo el aliento, quedó inmóvil, dando por terminado el relato.

                La anciana estiró pesadamente la única mano que le quedaba, cogió el bastón e hizo ademán de levantarse, cuando una pequeña manita salió de su escondite y la atenazó del brazo.

                -¡Yaya, no te vayas, una más, que todavía no tengo sueño!.- Rogó con su aguda vocecilla caprichosa.

                –Como eres, Marquitos, ya es mu tarde.- Le reprendió, y  con un suspiro condescendiente, la octogenaria dejó el bastón apoyado a los pies del pequeño, y se acomodó de nuevo, acompasando los chirridos del colchón con el crujido de sus maltrechas rodillas.

                Con una sonrisa triunfal, y un brillo de júbilo en los ojos, Marcos asomó su pequeña cabeza entre las mantas y exclamó: -¡Cuéntame la del lobo!, el que te hizo ese muñón, agüela, ¡Porfa, porfa, porfa!.-

                Con ojos tristes la vieja yaya contempló el lugar donde otrora se encontraba su siniestra. Lo perdió durante la guerra, cuando un joven Sargento de la Guardia Civil se la cortó como premio por añadir demasiada sal a las lentejas que obligó a prepararle a él y a sus hombres.

                -Ese cuento ya lo has escuchao muchas  veces. Anda, Marcos, no seas pesao. Te voy a contar la historia del niño perdido.

                Con el ceño fruncido, el niño se cruzó de brazos airadamente, aceptando a regañadientes la contraoferta.

                -Cuentan los mas viejos del pueblo que una noche cualquiera hace mucho, mucho  tiempo, un niño que tenía tus mismos años más o menos, se quedó dormido mientras su yaya le contaba un cuento. Era una noche oscura y fría como hoy, y no había ni un alma por la calle, ni una miajica de ruido.  El reloj de la iglesia acababa de tocar las doce de la noche y la yaya volvió para ver si el pequeño dormía tranquilo, pero cuando llegó, el niño ya no estaba, y nunca más se supo de él.

                Mientras dos lágrimas corrían por sus mejillas, l0a vieja Eugenia miró al pequeño, que ya dormía profundamente, y sin hacer ruido, cogió su bastón y se deslizó entre las sombras que bailaban al ritmo del quinqué que había olvidado apagar.

                Sombras que se hacían cada vez más grandes.

               Sombras cada vez más oscuras.

                Sombras cada vez más definidas, y que ahora arrojaban siluetas demoniacas que danzaban sin parar por toda la buhardilla, cada vez más cerca de la cama del pequeño.

                Varias sombras se unieron en una sola, enorme y que poseía un fulgor azulado en sus ojos, de la cual surgió la silueta de una garra de aspecto huesudo, que comenzó a acercarse al pequeño Marcos.
                
                La garra acechaba el contorno del pequeño que la luz proyectaba en la pared, y abriéndose al máximo se apoyó sobre lo que parecía la cabeza del pequeño, el cual se empezaba a agitar en la cama, cada vez más violentamente.

                La garra apretaba cada vez con más fuerza mientras que una macabra sonrisa surgía del demoníaco ser, y el pequeño Marcos gemía débilmente entre sueños, a medida que la garra comenzaba a arrastrar la sombra del pequeño hacia la ventana, a la vez que el propio niño era arrastrado por la nada en la misma dirección.

                Entonces todas las sombras cesaron su danza y se diluyeron en la oscuridad.


                La vieja había apagado el quinqué y se quedó mirando al pequeño mientras maldecía para sus adentros el haber estado a punto de cometer de nuevo el mismo error que cometió hacía muchos, muchos años con su propio hijo.

viernes, 22 de julio de 2016

El Buho.



Camuflado por las sombras de la noche, prácticamente invisible, un búho se cernía con silencioso aleteo sobre un incauto roedor, demasiado grande para ser un ratón, y demasiado pequeño para ser una rata.

-¡Una cobaya, papa!- Gritó entusiasmado el pequeño Juan, que como cada verano desde que tenía uso de razón,  observaba desde el pequeño cobertizo los movimientos de los animales nocturnos que vivían en la finca familiar.

Juan seguía entusiasmándose como el primer día que descubrió que la oscuridad albergaba criaturas fascinantes, y le permitía añadir habitantes a su mundo interior, aquel que sólo estaba limitado por su imaginación.

-No es una cobaya... ¿No ves la cola?- Corrigió Diego.- Es una ardilla.- Añadió, mientras el pobre animal profería un chillido agudo y lastimero presa de las afiladas garras de la rapaz.

El chico tenía clavados los ojos en la dantesca danza de sangre que acababa de empezar. Sus profundos ojos azules estaban hipnotizados, y no perdían detalle de lo que estaba sucediendo, mostrando una frialdad impropia de un niño.

Sin pestañear.

Sin inmutarse.

No era la primera vez que presenciaba una escena como esa, pues el Buho llevaba acompañándoles en sus escapadas nocturnas desde el primer día. Le encantaba contemplar la lucha por la supervivencia en la naturaleza.

-¿Sabes, papa? Si pudiera volver a nacer, me gustaría ser un Búho.- Dijo Juan sin apartar la vista de la agonía de la ardilla.-Es el malo perfecto. Rápido, invisible y siligioso. No deja huellas y es eficaz.- Sentenció.

Diego dio un respingo hacia atrás. No podía creer lo que estaba escuchando de boca de su pequeño, quién no solo disfrutaba con la carnicería que tenía ante sus ojos, sino que había descrito perfectamente el modus operandi de un asesino.

-Si...sigiloso, Juan, se... se dice sigiloso.- Alcanzó a decir mientras un escalofrío recorría su espalda. Tragó saliva y se incorporó. –Será mejo que nos vayamos a casa.- Añadió.

-Si gi lo so. – Se repitió tratando de memorizar la palabra correctamente.

Mientras tomaban rumbo hacia el viejo caserón que se ubicaba en el corazón de la finca, al final del sedero de los nogales, padre e hijo no cruzaron ni una sola palabra. Juan tratando de aprenderse de memoria la palabra que acababa de aprender, y su padre tratando de asimilar lo que acababa de presenciar.

Preocupado por la actitud de su hijo, Diego arropó al pequeño Juan y le dio el beso de buenas noches.

-Sigi... sigiloso.- Dijo Juan con expresión triunfal.

-Muy bien.- Le premió su padre revolviéndole la mata de pelo rizada que coronaba su rostro iluminado por la alegría de haber conseguido pronunciar bien su nueva palabra.

Tras limpiarse los dientes y ponerse su viejo pijama de verano, Diego encaró la puerta de su habitación, pero cuando las yemas de sus dedos no habían hecho mas que rozar el pomo de la puerta, notó una corriente de aire a su espalda que le heló la sangre. Lentamente, y con su castigado corazón a doscientas pulsaciones, comenzó a darse la vuelta.

-Papá, ¿tu crees que mamá volverá algún día?- Preguntó Juan con los ojos bañados en lágrimas.

-No sólo ha aprendido la palabra, sino que sabe aplicarla.- Pensó para sus adentros. Abrazó a su hijo y mirándole a los ojos, le dijo: –Mamá no va a volver, cariño. Mamá está en el cielo con el abuelo, pero ya hablaremos de eso mañana.- Contestó con su voz a punto de quebrarse. -¿Quieres dormir esta noche conmigo?- Añadió.

-No... da igual... es... es solo que la echo de menos.- Contestó entre sollozos. –Tengo que ir a hacer pis.- Concluyó, mientras se marchaba correteando hacia el aseo.

-Yo también la echo de menos. – Contestó Diego al pasillo vacío.

Tras comprobar que la puerta estaba cerrada, volvió  al dormitorio. Abrió la puerta y no le dio tiempo a reaccionar y ver lo que se abalanzó sobre él.

Como un rayo, una sombra lo atacó. Sobresaltado y desorientado, sintió un corte en el pómulo derecho, donde comenzó a manar sangre.

Un intenso dolor en el pecho hizo acto de presencia, y se extendió por su hombro izquierdo, paralizándole el brazo.

Quiso gritar pero no pudo.

Quiso respirar, pero no le quedaban fuerzas.

Cayó fulminado al suelo.

Clavó sus ojos en los de Juan, que estaba de pie junto a la puerta, con el pequeño búho apoyado sobre su hombro, que levantó el vuelo para posarse en la frente de Diego.

Notó como el animal comenzó a picarle el ojo izquierdo, y escuchó los pasos de Juan acercándose.

El pequeño se agachó y comenzó a comer junto al búho.