Todo está en silencio.
No se escucha nada y todo está quieto,
inmóvil, como si la tierra estuviera conteniendo el
aliento.
Bajo la atenta mirada de farolas y semáforos de enormes ojos
apagados, las vacías calles muestran un panorama desolador.
Todo terminó aquel
fatídico 29 de julio del año 2016, cuando el sol se apagó de repente y la luna
se tiñó de sangre. Cuando los vivos murieron y cuando comenzó el fin.
El planeta entero se sumió en el más absoluto silencio y todo
quedó en una angustiosa calma, incluso el mar, que instantes antes azotó las costas con violencia, de repente paró de moverse y el viento dejó
de soplar, haciendo que todas las partículas en suspensión que se mecían en sus
brazos cayeran, cubriendo todo con un fantasmagórico velo.
Los niños, que minutos antes disfrutaban de un refrescante
baño en las piscinas de la ciudad, yacían flotando inertes con sus ojos apagados
fijos en la negrura infinita, al igual que aquellos a los que la muerte les
sorprendió en el andén de la estación, condenándolos a esperar eternamente ese
tren que nunca llegaría, y que jamás les llevaría de vuelta al hogar.
Sorprendió a todo el mundo, pues nadie se lo esperaba pese
a las advertencias. Todo el mundo creía que era otra profecía alarmista más, y
desconocían hasta qué punto esta era la verdadera.
Nadie vio nada, y ninguno de ellos sintió cómo se apagaba el
planeta, y para cuando quisieron darse cuenta de lo que ocurría, sólo unos pocos fueron
conscientes de qué significaba ese pitido en sus oídos y la visión borrosa
instantes antes de caer fulminados.
La atmósfera se tornó
venenosa y acabó con toda la vida del planeta tan rápido como había llegado. Todo
animal, vegetal, hongo, bacteria, e incluso los virus, sucumbieron.
Todo terminó.
El mundo había muerto, quedando como un cementerio, repleto de cuerpos sin vida,
de absurdas guerras sin terminar, de promesas de amor eterno despedazadas de
forma prematura, y de planes desbaratados.
Comienzan a brillar unas intensas luces en el cielo, cuando de
la nada surgen unas gigantescas esferas de un rojo brillante, casi cegador.
En cada parte del mundo ocurre lo mismo, y millones de esferas
tocan el suelo de forma simultánea, seguidas de sordas explosiones que lo arrasan
todo a su paso, evaporando el agua del planeta, dejando un inmenso
desierto carbonizado bajo un cegador cielo blanco.
De nuevo una gigantesca esfera aparece en el cielo, esta vez blanca, mucho más grande que las
anteriores. De su interior surge una misteriosa figura vestida con un uniforme militar y una máscara de gas cubriéndole el rostro, sujetando varios aparatos de medida.
Comienza a tomar muestras del suelo, y con un medidor
comprueba el estado de la atmósfera.
Satisfecho se quita la máscara de gas y el casco protector, y respira hondo.
Pulsa un botón del intercomunicador que lleva puesto en su
oreja izquierda, indicándole a su Comandante que los parámetros son correctos, y que el Apocalipsis 2.0 ha sido un éxito. Recomienda
iniciar el programa Planeta Tierra 3.0 sin la presencia de seres humanos, pues acortan
la vida útil del programa.
Tras unos instantes, asiente con la cabeza, se agacha y planta una semilla en el
suelo, y al igual que apareció, desaparece.