lunes, 6 de abril de 2020

Gracias



Los primeros rayos de luz comenzaban dar paso a un nuevo día.

El alegre canto de los pájaros, parecía estar amplificado en aquellas calles, meses antes bulliciosas y rebosantes de vida, ahora desiertas, y que la neblina vespertina les daba una apariencia fantasmagórica.

Saltando entre las ramas de los pinos que flanqueaban la Avenida de la Constitución, varias ardillas jugueteaban ajenas a la silueta que, bajo ellas, apretaba el paso intentando pasar inadvertida.

Doña Mercedes volvía a salir, como cada día, pese a las advertencias del peligro de contagio, y pese a las estrictas medidas de confinamiento impuestas por el gobierno para tratar de paliar, en la medida de lo posible, aquella terrible pandemia que asolaba el país.

La mujer caminaba apresurada, pero con sumo cuidado, intentando pasar inadvertida a las miradas inquisidoras de aquellos que, desde su púlpito en forma de balcón, la habían descubierto, juzgado y sentenciado en otras ocasiones, recriminándola a viva voz su actitud, pues osaba salir a la calle, mientras otros debían permanecer en sus casas.

Miraba en todo momento a derecha e izquierda, temerosa de ver la luz azul que finalmente se encontró de frente, nada más torcer a la izquierda a la altura del ayuntamiento.

El rotativo del vehículo anunció lo que ya se temía, y ver a uno de los agentes bajarse del vehículo la hizo frenar en seco y tragar saliva.

Por suerte para ella, la sirena no emitió sonido alguno, por lo que no llamaría en exceso la atención.

El policía, ataviado con una mascarilla y sendos guantes de color morado, se dirigió a ella, quedando de pie a poco más de dos metros.

-Espero que tenga un buen motivo para estar en la calle, señora. Sabe que estamos en estado de alerta y no se puede salir de casa salvo por causa de fuerza mayor, ¿verdad?- dijo una voz monocorde tras la mascarilla, como si de un autómata se tratara.

La mujer, que al ver el coche de policía, por un acto reflejo se había llevado ambas manos al pecho, y con su mano derecha cubría la izquierda, que estaba cerrada con fuerza, sujetando algo, se encontraba paralizada, y era incapaz de articular palabra.

-Señora, ¿se encuentra bien? – acertó a preguntar el policía, ya con un tono mucho más cercano.-¿Tiene algún problema?

Dos lágrimas de emoción rodaron por la mejilla de Doña Mercedes, mientras le tendió al policía el papel que tenía en la mano izquierda, y que por fin iba a entregarles.

Dubitativo, el agente se acercó despacio a la mujer, estirando su brazo izquierdo para recoger lo que parecía una nota.

Tras estirarlo cuidadosamente, leyó el texto que, con una bella caligrafía, ocupaba la pequeña cuartilla amarillenta.

-Continúe, por favor.- acertó a decir el agente, tendiéndole la nota de nuevo, tratando de contener las lágrimas de emoción que le habían provocado las palabras que había leído.

Doña Mercedes le indicó con un gesto que se quedase con el papel, y prosiguió su camino, sin mirar atrás, mientras el policía volvía al vehículo, donde su compañero, que había sido testigo de aquel encuentro, le esperaba.

-¿Se puede saber qué coño te pasa? – le dijo mirándole fijamente a los ojos.- Estás a punto de llorar. En los más de 20 años que llevamos juntos, nunca te he visto emocionarte, ni siquiera con el gol de Iniesta, que me emocionó hasta a mí.

Todavía con un nudo en la garganta, le tendió el papel a modo de respuesta, y mientras las palabras manuscritas que en él había eran procesadas por su cerebro, no pudo tampoco contener las lágrimas.

Mi nombre es Mercedes.

Quiero pediros disculpas por tener que salir a la calle y haberos molestado, pero debo ir a cuidar de mi madre, una anciana con 91 años que no puede valerse por sí misma, y no me queda más remedio que desplazarme todos los días desde mi casa hasta la calle Felipe Segovia. Si lo deseáis podéis acompañarme, pues ella estará encantada de recibiros, ya que desde hace más de un mes no recibe visitas de nadie.

Aprovecho para daros las gracias por el esfuerzo que estáis haciendo, y que muy pocos valoran.

Gracias por cuidar de nosotros, por intentar que todo el mundo cumpla las normas, y por vuestra paciencia.

Gracias por estar ahí, porque hay días en los que me asomo a la ventana, y sois las únicas personas que veo por la calle.

Gracias por darnos motivos todos los días para abrir esa ventana, aplaudir y sentirnos orgullosos de vosotros.

Gracias, porque sin vosotros estaríamos perdidos.

Gracias, de verdad.

(Por favor, haced extensivo este agradecimiento a todos aquellos sanitarios, barrenderos, tenderos, repartidores de comida, vigilantes de seguridad, taxistas, y a todas aquellas personas sin las que nada de esto sería posible, con las que os crucéis).

Sinceramente,

Merce”.

-Gracias a ti, Merce, tu sí que eres una heroína.- Dijo para sí el agente mientras doblaba cuidadosamente el papel y se lo devolvía a su compañero.

lunes, 16 de marzo de 2020

La ira de Mawu. (Segunda parte)



Alberto entreabrió los ojos, pero estaba todo tan oscuro que no logró ver nada.

Cuando se acostumbró a la luz, tan sólo pudo distinguir algunas de las extrañas formas que le rodeaban, y que no supo identificar.

Tenía todo el cuerpo entumecido, y no sentía las extremidades, por lo que intentó moverse, pero no pudo.

Poco a poco comenzó a  recuperar la sensibilidad en sus manos, y fue consciente de que se encontraba maniatado.

Sintió una punzada de dolor en la cabeza, tan intensa que le hizo cerrar los ojos con fuerza.

Era incapaz de pensar con claridad.

Intentó gritar, pero la mordaza que le cubría la boca se lo impidió.
No recordaba cómo había llegado hasta allí, y la única imagen que tenía en su mente eran los atemorizados ojos de aquella niña y su desgarrador grito: “¡MAWU SERA FURIEUX!”.

No sabía por qué estaba inmovilizado, ni qué había ocurrido.
Intentó ponerse en pie, pero sus piernas también estaban atadas a la altura de los tobillos.

Una explosión seguida de una fuerte llamarada le cegó, llenó de luz lo que parecía ser una pequeña nave industrial abandonada, y repleta de lo que parecían bidones.

Sobre cada bidón había una pequeña vela que se encendió tras aquel extraño suceso.

Al volver a abrir los ojos, una cortina blanca fue lo único que pudo ver el subinspector, pues había quedado cegado por el intenso fogonazo.

Un manto que le impidió ver a su compañero Jesús, que se encontraba a escasos metros delante de él.

Poco a poco comenzaron a dibujarse en la mente de Alberto recuerdos en forma de imágenes borrosas.

Aquel cuerpo decapitado y sin manos sobre ese misterioso líquido amarillento, Almudena recogiendo los indicios que fueron apareciendo en el escenario acordonado bajo el puente, aquel escalofriante muñeco con ese grotesco bigote y la placa de policía.

Y entonces lo recordó todo.

Estaba sentado delante de su ordenador, terminando de redactar el Acta de inspección ocular, cuando Jesús se le acercó.

-Me voy ya, que aquí no queda nadie… y tú deberías hacer lo mismo. No puedes abarcar todo y necesitas descansar, o acabarás cayendo enfermo.- Le dijo mientras cogía el pequeño bolso de loneta negro donde solía guardar los auriculares que en ese momento llevaba en el cuello. – Además, tienes que arreglarte un poco ese bigote, que cada vez te pareces más al que presentaba Eurovisión.- Añadió con su peculiar sentido del humor. 

-¡Vete a la mierda!-le contestó sonriendo – Termino esto y me voy, que lo tengo todo reciente, y prefiero hacerlo ya, porque si lo dejo para mañana se me puede olvidar algo.

-Tú mismo con tu mecanismo, pero por si no te has dado cuenta, hace ya casi una hora que es mañana. No tardes porque dentro de nada tenemos que estar aquí de nuevo… luego no me vengas con que estás cansadito, Colmenero.- Y llevándose la mano derecha a la sien, se despidió.

-Vete con la música a otra parte- se despidió Alberto devolviéndole el saludo, y continuó confeccionando el Acta.

No habían pasado ni dos minutos cuando un grito desgarrador le erizó la piel.

Rápidamente se levantó y salió corriendo, pues sabía de sobra quién había dado ese alarido.

Bajó corriendo por las escaleras, y cuando irrumpió en el garaje, lo que allí vio le dejó sin aliento.

A horcajadas sobre el cuerpo de su compañero, que estaba tendido en el suelo, alguien alzaba ambos brazos, sujetando un objeto punzante, con la clara intención de clavárselo.

Rápidamente desenfundó su arma reglamentaria con su mano derecha, mientras con la izquierda tiraba hacia atrás de la corredera, preparándose para disparar, y cuando casi tenía alineados el alza y el punto de mira, y se disponía a apretar el gatillo, un fuerte golpe en la sien hizo que de repente todo se tornara negro.

Poco a poco el velo blanco se fue difuminando, y el subinspector recobró la visión.

Entonces vio a Andrés frente a él, y los ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas.

La imagen de su compañero degollado, con el torso completamente cubierto de sangre, y clavado en aquella cruz con forma de letra equis, le revolvió el estómago, y sintió como el sabor de la bilis se mezclaba con el de su mordaza.

Comenzó a respirar agitadamente tratando de librarse de sus ligaduras, pero lo único que consiguió fue lacerarse las muñecas.

Cerró los ojos un instante tratando de serenarse en la medida de lo posible, con la esperanza de que al abrirlos de nuevo, todo lo que tenía ante ellos hubiera desaparecido, y que tan sólo fuese un horrible sueño.

Pero no fue así.

No sabía dónde estaba, cuánto tiempo llevaba allí, ni qué estaba ocurriendo, aunque las pequeñas calaveras que había en el centro de cada uno de los barriles que rodeaban la cruz en la que descansaba el cuerpo sin vida de su compañero y amigo, le daban una pista lo que estaba sucediendo.

Percibió los pasos de varias personas acercándose, mientras un murmullo iba tomando forma para convertirse en un hipnótico mantra.

No podía girarse, pero de haberlo hecho habría podido ver como un numeroso grupo de personas, todos ellos con el torso descubierto, de piel oscura y brillante como el ébano, y extrañas marcas amarillas en sus rostros, estaban entrando en la estancia, alineándose tras él.

Los cánticos eran cada vez más insoportables, y aquellos hombres y mujeres comenzaron a entrar en el campo visual de Alberto, formando un círculo en torno a la cruz.

Alberto sintió como cuatro manos le agarraban de los brazos, tirando de él hacia arriba, y al instante se vio arrastrado hacia el centro de aquel círculo improvisado, a escasos centímetros de aquella cruz.

Quedó postrado de rodillas, con su cabeza a la altura del vientre del cuerpo sin vida de Andrés, justo en el momento en el que este caía al suelo, boca abajo, después de que cuatro de esas siniestras figuras le hubieran quitado los clavos que le mantenían clavado a la cruz.

Horrorizado, no pudo separar los ojos de los de su compañero, cuya cabeza había quedado orientada hacia él, y parecía mirarlo fijamente, con las pupilas dilatadas al máximo.

Un coágulo de sangre se deslizó desde la herida del cuello hasta el suelo, como si aquel cuerpo quisiera empezar a echar raíces en ese punto.

No fue capaz de separar los ojos de aquella raíz viscosa, hasta que una figura se interpusieron en su campo de visión.

Era una mujer entrada en carnes, y vista desde la posición del policía, grande como una montaña, de piel tan oscura como sus ojos, dos fríos y profundos pozos negros, cuyas pupilas se confundían con el iris.

Con el rostro cubierto de extraños dibujos que se perdían sobre su torso desnudo, dibujaban extrañas formas que escapaban a la comprensión de Alberto.

La mujer levantó una mano, y los cánticos cesaron al instante.

Comenzó a hablar hacia la multitud en un idioma que el agente no logró entender, alzando los brazos cada vez que nombraba a Mawu, tras lo cual la multitud repetía aquel nombre.

Entonces aquella misteriosa mujer se agachó y recogió una vasija campaniforme que se hallaba oculta a la vista del subinspector, tras uno de los barriles.

Levantó el recipiente sobre su cabeza, y la multitud comenzó a proferir el mismo mantra hipnótico con el que llegaron a aquel lugar, mientras ella se lo llevaba a la boca y bebía su contenido.

Poco a poco, el volumen del mantra comenzó a ganar intensidad, a la vez que aumentaba su velocidad, mientras la mujer se balanceaba a derecha e izquierda, con los ojos en blanco.

Echó la cabeza hacia atrás, haciendo que su larga melena, que hasta entonces cubría sus pechos pudorosamente, dejara a la vista dos esperpénticas calaveras de ave dibujadas con aquel líquido amarillo.

De repente el mantra cesó, y la mujer escupió el contenido de su boca, pulverizándolo sobre el cuerpo de Andrés, que quedó perlado con cientos de gotitas amarillas.

Tiró la vasija hacia al cielo, y profirió un grito mientras sus brazos seguían elevados. -¡MAWU EK MAAK JOU VRY!- que fue repetido por la multitud.

Comenzaron otra vez aquellos cánticos, pero Alberto, horrorizado, no podía separar sus ojos del cuerpo de su compañero, que había empezado a convulsionar.


domingo, 15 de marzo de 2020

La ira de Mawu. (Primera parte)




Sentado frente a su mesa desbordada de papeles, sujetando una humeante taza de café, Alberto hojeaba desesperado el expediente que en esos momentos tenía ante sus ojos.

Llevaba tres horas analizando toda la documentación del aquel caso relacionado con la mafia de trata de blancas en la que trabajaba su unidad, pero no lograba concentrarse, pues el horror que le transmitieron los ojos de aquella chica, le seguía produciendo escalofríos.

Tenía su cara atemorizada grabada a fuego en su cabeza, y no era capaz de pensar en otra cosa, ni oír otra voz: “¡MAWU SERA FURIEUX!”.

“¡Mawu se pondrá furiosa!”, había gritado la joven, de no más de quince años, mientras se zafaba de Alberto y salía despavorida del coche.

Alberto, haciéndose pasar por un cliente se acercó a contratar los servicios de la joven prostituta, y una vez dentro del coche, cuando se identificó como Policía Nacional, los dulces ojos color miel de aquella preciosidad de ébano se convirtieron en sendos pozos de desesperación. la chica empezó a llorar, y entre gritos se escabulló del coche y salió corriendo a toda velocidad.
Pese a que era consciente de que las prostitutas Africanas no solían hablar con policías, y mucho menos con los espetas – policías de paisano-, el joven subinspector decidió probar suerte, con la esperanza de conseguir información que arrojase algo de luz sobre una investigación que llevaba semanas estancada, y no tenía visos de avanzar.

Nunca se hubiese imaginado aquella reacción tan desesperada.

Mientras le daba un sorbo a su café, sonó el teléfono.

-Subinspector Alberto, ¿Con quién hablo?

-Colmenero, soy yo. Tenemos un fiambre.- Dijo una voz que conocía más que de sobra al otro lado de la línea. –Te recojo en la puerta en cinco minutos, voy yendo a por  el coche.

Sin tan siquiera contestar, Alberto colgó su teléfono encolerizado. Odiaba que le llamasen Colmenero, pues era el término con el que en el argot de la calle los delincuentes de poca monta se refieren a los policías que no se enteran de nada, lo cual, sumado a su enorme bigote negro y su parecido físico con el famoso personaje de televisión, provocaba las risas de toda la comisaría.

A los pocos segundos de llegar a la puerta de la comisaría, vio llegar el C4 camuflado conducido por su compañero, quién haciendo un espectacular trompo, detuvo el vehículo a escasos centímetros de él.

-Buenos días.- Saludó Alberto de forma fría. –Cuéntame.

-Colmenero, no te me habrás enfadado, ¿verdad?- le dijo mientras le ofrecía un clínex que de manera intencionada llevaba preparado en el bolsillo.- No seas tonto, es normal que una puta salga corriendo del coche de un tío tan feo.

Alberto apretó las mandíbulas y respiró hondo resoplando como un búfalo.

Jesús le miró fijamente, y entendió que su compañero estaba más afectado de lo que él creía, por lo que dejó de lado sus habituales bromas para calmar los ánimos.

-Perdona tío, no sabía que te había afectado tanto lo de esa negra. – Dijo cambiando el tono de la conversación. –Sólo espero que la que vamos a ver ahora no te termine de joder por completo.

-¿Me vas a contar qué ocurre?- Dijo Alberto algo más calmado.

-Una pareja que buscaba un lugar tranquilo para hacer lo que a ti y a mí ya se nos ha olvidado, han encontrado un cuerpo… –Jesús hizo una pausa mientras enarcaba las cejas buscando las palabras correctas. -…bueno, hablar de un cuerpo es erróneo, pues le falta la cabeza y las manos.

-¿Dónde ha sido?- Preguntó mientras el engranaje de su cabeza comenzaba a funcionar y su enfado se intensificaba por momentos.

-Bajo el puente de acceso al campus de la Universidad de Alcalá de Henares, ese que cortan todas las noches. –Respondió.

-¡Joder, siempre la misma mierda: Le cortan las manos y la cabeza para que no podamos identificarla, y tiran el cuerpo donde saben que tarde o temprano alguien lo acabará encontrando!- Exclamó con impotencia Alberto.

-Es lógico, es una señal de advertencia para...- Justificó Jesús.

-¡Ya sé que es una puta señal de advertencia, no me vengas ahora a dar lecciones, joder! – interrumpió Alberto bastante alterado. Tomó aire despacio tratando de serenarse. –Perdóname, llevo dos noches sin dormir por culpa de la pobre niña que salió espantada de mi coche. Me está afectando más de lo que creía, y ahora, como si no tuviéramos bastante, nos endosan un homicidio que nada tiene que ver.

-Bueno, eso de que no tiene nada que ver lo dirás tú, porque, por lo que me ha llegado creo que tiene bastante que ver, siempre que se confirmen todos los datos que me han pasado… pero no adelantemos acontecimientos.- Tratando de calmarle, se interesó por su estado.- ¿Qué es exactamente lo que te ha afectado tanto esta vez? Tienes que aprender a controlar las emociones o vas a llevar muy mal este trabajo.

-Eran sus ojos Jesús, no sé cómo explicarlo, pero al enseñarle mi placa la chica se cagó viva y la expresión de esos putos ojos me ha dejado muy tocado.- Explicó con la voz quebrada.- Era tan joven y estaba tan asustada… y luego aquellos gritos.

-¿Qué gritos?- preguntó Jesús.

- “¡MAWU SERA FURIEUX!” – Repitió las palabras que llevaban taladrando la cabeza durante dos días, y que había acabado por memorizar.- Que significa…

-¡Mawu se pondrá furioso!- Cortó Jesús.- Se de sobra lo que significa. Las tienen acojonadas con el puto vudú de los cojones, y se cierran en banda.

-Así es. Con esa mierda las tienen totalmente controladas.- Contestó.

-Estamos llegando.- Anunció Jesús mientras tomaba el camino de tierra junto al merendero del campus, donde una pareja de vigilantes de seguridad flanqueaban el paso a varias unidades móviles de televisión que se encontraban apostadas en el lugar, en busca de las imágenes más morbosas de aquel trágico suceso para abrir los informativos de aquel día.

Tras identificarse ante los vigilantes, se dirigieron al lugar de los hechos, el cual se intuía perfectamente gracias a una ambulancia de color amarillo y la furgoneta de la Policía blanca de la Científica.

Mientras se bajaban del coche, una figura ataviada con un mono blanco se dirigía hacia ellos.

-¿Has empezado ya? –Preguntó Jesús a modo de saludo.

-No, iba a ponerme a ello ahora mismo.- Contestó la voz de Almudena tras la mascarilla.-Es un escenario complicado, como todos los que hay al aire libre, pero debido al barro, este lo es todavía más. Hay cientos de huellas, así que voy a necesitar vuestra ayuda, porque estamos bajo mínimos para variar, por los putos recortes y…

-¿Barro? Pero si no ha llovido. – Interrumpió extrañado el subinspector mientras cogía un mono y le tendía otro a Alberto. – Explícate.

-No sé qué habrá pasado esta noche aquí, pero está todo mojado y lleno de ese líquido amarillo asqueroso que está por todas partes.- Explicó la joven Oficial de Policía.- Será mejor que os pongáis un poco de esto, pues no se qué coño es, pero apesta.- Concluyó mientras les tendía un pequeño bote de Vics-Vaporub.

Una vez protegidos con sus respectivos monos para evitar contaminar la escena, los tres agentes atravesaron el cordón policial  y se dirigieron al círculo de piedras que rodeaba al cuerpo, que descansaba sobre un charco de aquel misterioso líquido amarillo.

Cuando Alberto vio lo que quedaba de aquel cuerpo desnudo, le fallaron las piernas y salió corriendo para que el vómito no contaminase la escena.

-¿Estás bien? –Preguntó Jesús preocupado apoyando su mano enguantada sobre el hombro de su compañero.

-¡Es ella!- gritó entre sollozos.- La han matado por mi culpa. ¡Es esa niña joder!

-¿Estás seguro?- Preguntó Jesús, sabiendo la respuesta más que de sobra.

-El tatuaje que tiene en el hombro entre esos dos enormes lunares llamó mi atención. Es inconfundible.- Confirmó refiriéndose al tatuaje tribal en forma de cráneo de ave.- Si, es ella.

-¡Chicos, tenéis que ver esto! – exclamó Almudena.

Al llegar a su posición vieron que a los pies del cuerpo descansaba un cráneo humano sobre dos tibias cruzadas, sin embargo, lo que más llamaba la atención de aquella composición era la pequeña figura que reposaba acostada sobre el cráneo.

Se trataba de un pequeño muñeco de madera de color negro, del cual colgaba un pequeño collar hecho con una minúscula concha blanca.

El muñeco tenía pegados una pequeña placa de policía y un exagerado bigote negro.

Un escalofrío recorrió la espalda de Jesús al ver que el muñeco de vudú representaba a su compañero Alberto, quien permanecía atónito con la mirada clavada en aquella figura.

-Joder.- Fue lo único que acertó a decir Jesús, mientras cogía a su compañero del hombro e intentaba sacarlo de allí.

-Tranquilo, estoy bien. Yo no creo en estas mierdas.- respondió el subinspector. – Vamos a terminar la inspección ocular cuanto antes, que me gustaría terminar el informe antes de comer.

Y se pusieron manos a la obra, sin ser conscientes de que aquella sería la última vez que trabajarían juntos.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

El último vuelo.



Con la mirada perdida en el infinito, y ajeno a las indicaciones de seguridad que, como si de una coreografía se tratase, se encontraban interpretando en esos instantes los asistentes aéreos del vuelo IB-3553 con destino a Nueva York, Moussa se encontraba muy lejos de allí.

Aún podía escuchar los gritos de júbilo de todos sus compañeros mientras subía a lo más alto del pódium tras volar sobre aquella pista de atletismo en Dakar, y pulverizar a sus rivales en aquella gloriosa y cálida mañana de abril de hacía ya muchos años.

No pudo contener las lágrimas mientras entonaba las últimas letras del himno de su país:

“…los campos florecen de esperanza,
los corazones vibran de confianza.”

Atrás quedaron todas las dificultades que tuvo que pasar para llegar a la cima del atletismo maliense. Los poco más de cincuenta segundos que duró aquella carrera, le sirvieron para borrar de un plumazo años de acoso y agresiones por los que tuvo que pasar sólo por ser diferente.

Su corta estatura y su frágil aspecto, algo afeminado, le hicieron ser el centro de las burlas de sus compañeros prácticamente desde que tenía uso de razón.

Precisamente gracias al acoso de sus compañeros, su primer entrenador le descubrió, pues llamó su atención la rapidez con la que aquel chico, descalzo y vestido con harapos, corría perseguido por una manada de chavales armados con piedras y palos.

La presión en sus oídos le hizo volver a la realidad.

Pese a haber volado en muchas otras ocasiones, siempre lo pasaba mal durante el despegue, pues sus oídos sufrían más de lo normal los cambios de presión.

Como había hecho en sus últimos tres viajes, compró los billetes en primera clase para ir más cómodo, lo cual solía mitigar en parte ese dolor, pero tristemente comprobó que en esta ocasión no era así.

Por suerte el mal trago no duró demasiado, y el dolor cesó cuando el avión llegó a los 11.000 metros de altitud, justo cuando la señal luminosa que obligaba al uso del cinturón de seguridad se apagó, lo que hizo que Moussa se levantara, y cojeando ligeramente se dirigió al baño, pues los nervios del despegue le estaban comenzando a pasar factura.

Sentado en el frío asiento del baño, mientras disminuía el intenso dolor que sentía en la zona abdominal, contemplaba distraído la prótesis de carbono que sustituía a su pierna derecha.

Había perdido completamente la noción del tiempo cuando escuchó como alguien llamaba a la puerta de forma insistente.

Salió del baño disculpándose ante la anciana que le miraba con gesto impaciente, y volvió a su asiento.

Tras pasearse por toda la selección de películas que ofrecía la compañía aérea y no ver ninguna de su agrado, decidió que intentar dormir era la mejor opción.

Segundos después de cerrar los ojos, escuchó el carrito del cátering, lo que indicaba que había llegado la hora del almuerzo.

Pese a que no podía comer nada, al configurar su billete había seleccionado el menú para celiacos para no levantar sospechas.

Cuando el carrito continuó su camino, sacó la bolsa de papel del compartimento ubicado junto al reposabrazos, y tiró toda la comida en su interior, escondiendo la bolsa con la comida bajo su asiento.

Una vez el asistente de vuelo le hubo retirado la bandeja vacía, cogió la bolsa de papel con la comida y se dirigió al baño, donde, tras vaciar todo su contenido retrete y depositar la bolsa vacía en la papelera, se enjuagó la cara, pues hacía varios minutos que se había empezado a encontrar peor, y había empezado a sudar copiosamente.

Volvió a su sitio y se recostó en su cómodo asiento, elevando el reposapiés para quedar prácticamente tumbado.

Cerró los ojos y casi al instante se quedó dormido.

Comenzó a soñar.

El disparo que daba inicio a la carrera que cambiaría su vida para siempre, retumbó en aquel estadio senegalés como el rugido de una bestia, un estadio que en su sueño se encontraba completamente vacío.

Tardó en reaccionar y salió el penúltimo. Sin embargo en aquellos cuatrocientos metros tenía margen más que suficiente para remontar posiciones, y así lo hizo.

Afrontó los cien metros finales en tercera posición, pero el desafortunado tropiezo del corredor que iba en primera posición, le hizo avanzar un puesto.

Tenía el triunfo al alcance de la mano, tal y como ocurrió.

Pero esta vez tropezó, y tras quedar suspendido en el aire durante lo que le pareció una eternidad, todo comenzó a dar vueltas vertiginosamente y toda su vida comenzó a pasar ante sus ojos en una sucesión de imágenes borrosas que se iban superponiendo unas sobre otras cada vez más rápido.

De repente se paró en seco y volvió a ver cómo el cuerpo de su madre, que aquel día viajaba sin cinturón de seguridad, salió disparado para impactar contra la luna delantera, mientras él quedaba atrapado por las piernas en el amasijo de hierro en el que se convirtió su flamante Mercedes.

La velocidad, que hasta ese día había estado de su lado, hizo que se saliera de la carretera en aquella curva, y que todo por lo que había luchado se volatilizara en cuestión de segundos.

Despertó, todavía dentro de su sueño, en aquel precario hospital donde había pasado cuatro días inconsciente, y donde no pudieron hacer nada por salvar su pierna, la cual, junto con su brillante carrera como atleta, desapareció para siempre.

La angustia se apoderó de él, y un nudo le atenazó el estómago.

No podía respirar.

Apretó los ojos con fuerza y al abrirlos estaba allí sentado, delante aquella montaña de bolas, cada una de las cuales estaba envuelta con cinta de embalar, y un preservativo para protegerlas de los fluidos gástricos de su estómago.

Cada bola que tragaba, parecía rasgarle el estómago, y un intenso dolor diluyó el sueño y le llevó de vuelta a aquel avión.

Pese a que, como en las otras ocasiones, tal y como le indicaron, no había comido nada, esta vez el látex del preservativo que envolvía una de las noventa y cinco bolas de cocaína que llevaba ocultas en el interior de su cuerpo, había quedado muy dañada a su paso por el estómago debido a la acción del ácido clorhídrico, dejando escapar aquel veneno.

No pudo soportar los dieciocho gramos de cocaína pura que corrían por sus venas y, cuando el avión realizó su aterrizaje de emergencia en Londres, su cuerpo ya había muerto pese a que su mente todavía seguía encaramada a aquel pódium que lo cambió todo y donde sintió que volvía a ser feliz tras aquel último vuelo.

viernes, 11 de enero de 2019

Regreso a la rutina


La vuelta a la rutina tras unas vacaciones siempre es dura, y así  se sentía Agustín aquella gélida mañana, mientras arrastraba los pies rumbo al trabajo, atravesando las desérticas calles, donde los restos de confeti y serpentinas de colores que se acumulaban junto a los bordillos de las aceras eran los únicos restos que quedaban de la Navidad.

“Una Navidad más, un año menos” decía siempre.

Eran unas fechas que no le gustaban nada, de hecho las detestaba, pues no le traían buenos recuerdos, ya que desde que tenía uso de razón, durante los años en los que debería haber sentido la ilusión que todos los niños de su edad sentían ante la idea de recibir regalos en sus casas a manos de aquellos mágicos reyes que venían de oriente a lomos de sus camellos- o dromedarios según quién contase la historia- para el pequeño Agus sólo tenía un significado: tristeza.

Una gran frustración y una profunda tristeza, pues los regalos que llegaban a su casa nada tenían que ver con eso que tanto anhelaba y que siempre pedía.

Durante varios años, hasta que fue demasiado mayor como para seguir conservando la ilusión, la carta que escribía a los Reyes Magos tan sólo tenía un renglón, un único deseo imposible que nunca se cumplió, pues su madre jamás regresó ni regresaría nunca.

Cuando llegó a la glorieta de Cuatro Caminos, sintió alivio al ver que las únicas luces que parpadeaban eran las de los semáforos y los intermitentes de los vehículos, y no había rastro de la iluminación navideña que adornaba, cada vez de manera más recargada, balcones y ventanas de las viviendas que flanqueaban aquel cruce tan transitado.

Llegó al trabajo casi treinta minutos antes del comienzo de su turno, como llevaba haciendo toda la vida, pues le gustaba cambiarse sin prisa, tomarse un té mientras se ponía al día antes de comenzar su rutina diaria, y reiniciar el sistema antes de que el resto de usuarios empezasen a trabajar.

Tras la resaca de las fiestas, había pocas novedades interesantes, por lo que no tardó en terminar.

Comprobó la hora que era, y se fijó en un pequeño arañazo en el cristal que protegía la preciosa esfera de color salmón de aquel magnífico reloj suizo que sus antiguos compañeros le regalaron al cambiar de Departamento.

Acarició el arañazo y sintió una punzada de tristeza al comprobar que era bastante profundo.

Le tenía bastante aprecio a aquel recuerdo, pues cada vez que lo miraba recordaba el día en el que se dejó su antiguo puesto en el Área de proyectos, rodeado por todos sus compañeros, incluso aquellos que no solían aparecer en actos similares, para demostrarle cuánto le apreciaban.

Sus dedos se deslizaron sobre la cuarteada correa de cuero marrón, a la vez que rememoraba las cariñosas palabras que le dirigió su antiguo jefe de Departamento, agradecido por los años de dedicación ejemplar y el compañerismo demostrado.

Pese a que ahora tenía un puesto más tranquilo en aquella pequeña oficina de mantenimiento informático, junto a su jefe y su compañero, echaba de menos el frenesí y el vertiginoso ritmo que llevó hasta el día en el que le entregaron aquel reloj, que tenía grabado en su base la inscripción “Gracias por tu tienpo”.

Aquella frase, con la intencionada errata remarcada, tenía doble sentido, pues hacía alusión, no sólo al tiempo que había dedicado en cuerpo y alma a su trabajo, sino también al tienpo, aquel error tipográfico, el único que se le había pasado en diez años, y que fue motivo de regodeo entre sus compañeros.

Sonrió al revivir la anécdota, aunque en seguida se le borró la sonrisa al recordar cómo le llamó el supervisor de aquella sección, para que acudiera inmediatamente a su despacho, donde le  recriminó duramente por su falta de atención y de profesionalidad, manteniéndole de pie durante los más de cuarenta minutos que duró aquella exposición acerca de las virtudes del lenguaje, la importancia de los detalles, y donde aquel hombre, con rictus serio y tono severo, le dejó claro que un fallo tan grave no se podía repetir.

La idea de volver a entrar en aquel despacho le hacía sentir un hormigueo en el estómago, y apenas había podido dormir en toda la noche pensando en aquel inevitable reencuentro, pues el supervisor de su sección disfrutaba de unos días de vacaciones, y este le sustituiría durante una semana, precisamente la misma semana en la que su jefe también estaba de permiso y él había quedado al mando.

Comprobó que quedaban sólo cinco minutos para la hora en la que debía estar ante él y se dirigió hacia su oficina, que se encontraba tres plantas por encima de la suya.

Llamó con sus callosos nudillos a la puerta negra que daba acceso a aquel sobrio despacho, donde le esperaba tras su gran mesa de cerezo y, sin separar los ojos de la pantalla del ordenador, le invitó a pasar.

Agustín se quedó de pie ante las dos sillas de cortesía, que parecían sin estrenar, y permaneció en silencio, a la espera de recibir algún tipo de indicación, pues sabía que no debía sentarse si él no se lo indicaba, que no debía hablar hasta que él le permitiera tomar la palabra, y que no debía moverse si él no se lo pedía.

Tras unos minutos que se le antojaron una eternidad, el supervisor le lanzó una mirada severa y le espetó secamente -¿A qué esperas? ¿Te vas a pasar así toda la mañana? ¿Qué me traes?

Tragó saliva y le puso al día de los objetivos de la semana, las incidencias que habían surgido durante las últimas setenta y dos horas, y las instrucciones que le había dejado escritas su jefe antes de marcharse.

Tras finalizar, el supervisor negó con la cabeza, masculló algo entre dientes que no alcanzó a comprender, y le pidió que le enviase por correo electrónico la estadística de incidencias que se habían producido durante el año que acababa de terminar, invitándole a cerrar la puerta al salir.

– Si hay alguien esperando ahí fuera – añadió cuando estaba a punto de abrir la puerta para marcharse -le dices que no entre ni llame a la puerta hasta que yo le llame, y si no hay nadie, te esperas hasta que ese alguien aparezca, o te buscas la vida, pero no quiero que nadie, bajo ningún concepto, me moleste.

Suspiró aliviado cuando cerró la puerta tras él.

Por suerte había otros dos responsables esperando para dar novedades, por lo que les transmitió el mensaje del supervisor y se marchó.

Lo primero que hizo al llegar a su oficina fue preparar el correo para enviarle el documento que le había pedido.

Buenos días.
Adjunto documento excel con la estadística solicitada.
Un cordial saludo. 
Agustín Blázquez
Departamento de Soporte Informático
Adjuntó el fichero, asegurándose de hacerlo correctamente, y envió el mensaje.

No habían pasado más de dos minutos tras el envío, cuando el teléfono empezó a sonar.

Un escalofrío recorrió su espalda al reconocer el número de la llamada entrante en la pantalla de cristal líquido de aquel aparato que sonaba sin cesar.

El mecanismo del pánico se desencadenó en su cerebro tras descolgar la llamada y escuchar esas dos palabras antes de que el supervisor colgara el teléfono al otro lado de la línea: “Sube inmediatamente”.

Al enfilar el pasillo con todos sus sentidos alerta, preparándose para lo peor, comprobó que tres personas se habían sumado a las que estaban esperando cuando se marchó.

Pasó disculpándose entre los cinco jefes de los diferentes Departamentos, que le saludaron amigablemente, interesándose por la mala cara que llevaba, aunque él no pudo escucharles, pues tan sólo oía una y otra vez aquellas palabras.

Sube Inmediatamente

Tras sortearles como pudo, dejó atrás al grupo que estaba a una distancia prudencial del despacho, para no molestar al supervisor, llamó a la puerta y entró.

Esta vez clavó sus ojos en él nada más entrar en la estancia, y sin dejarle hablar le preguntó directamente: -¿¡Yo qué te he pedido!?

-La estadística de incidencias del año pasado.- Contestó mientras aquella habitación parecía volverse cada vez más y más pequeña, a medida que crecía el temor a haberse equivocado al adjuntar el documento, un temor que comenzó a oprimirle el pecho, pese a que había comprobado dos veces que era el documento correcto.

-¿¡Y entonces por qué me has puesto toda esa mierda en el correo!?- Dijo levantando la voz más de lo necesario.

-No…no entiendo a qué se refiere, señor Supervisor.- Contestó cada vez más nervioso.- Ju…juraría que le he adjuntado lo que me ha pedido, de hecho es imposible que me haya equivocado, lo he comprobado dos ve…

-¡Me refiero al correo, no a la mierda que le hayas adjuntado!- vociferó sin dejarle terminar. Estaba fuera de sí.- ¿¡Acaso crees que esas son formas de dirigirse a un supervisor!?

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de lo que ocurría y apretó los puños con rabia. No había cometido ningún error, pero eso ahora daba igual.

-¿¡Te he dado yo pie alguna vez para que te tomes esas familiaridades!?- gritó con la cara roja por la ira, mientras un hilillo de saliva le caía por la comisura de la boca -¿¡Qué coño es eso de “un cordial saludo”!?

Agustín no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Había escrito miles de correos, y jamás, nunca nadie le había recriminado por las formas.

De hecho nunca nadie le había recriminado nada, pues siempre había sido un trabajador ejemplar.
Hasta hoy.

-No puedes dirigirte así a un supervisor.- continuó bajando varios decibelios el volumen, pero sin variar un ápice el tono despectivo del mensaje.- No sólo cometes faltas de ortografía- dijo refiriéndose al ÚNICO error tipográfico que había cometido en toda su dilatada carrera, y que llevaba grabado en su reloj -sino que ahora resulta que ni siquiera sabes expresarte correctamente. – Hizo una pausa, apuntándole de manera amenazadora con el dedo índice de su mano derecha, continuó. -Agustín, no me gusta nada tu actitud. Me has decepcionado. Yo te tenía bien considerado porque me habían dado excelentes referencias de ti, pero ya veo que no me equivocaba con la primera impresión que diste, y que esas habladurías no eran más que exageraciones infundadas, pues no eres más que un comple...

No pudo terminar con la retahíla, pues cuando estaba a punto de expresar lo inútil que para él era Agustín, el respaldo de una de las sillas de cortesía que éste le arrojó, se estampó contra su rostro, haciéndole caer de espaldas.

Saltó por encima de la mesa y se puso a horcajadas sobre el cuerpo inerte del supervisor, que había quedado inconsciente tras el golpe, y cogiendo la pantalla del ordenador que había sobre la mesa, comenzó a golpearle la cabeza con ella.

Cuando el monitor quedó reducido a astillas de plástico ensangrentadas, continuó golpeándole la cara, o lo que quedaba de ella, con sus propios puños, hasta que quedó exhausto.

Entre jadeos, se levantó y empezó a pisotear el amasijo sanguinolento donde había estado el rostro del supervisor, hasta que finalmente se tranquilizó, y se recompuso la ropa.

Se marchó cerrando la puerta tras él, indicándoles a los que allí esperaban ajenos a lo que había sucedido, que no entraran en aquel despacho bajo ningún concepto hasta que fueran llamados.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Sujeto 18.


La guirnalda de luces parpadeaba entre el espumillón, las bolas de colores y los bastones de caramelo que adornaban el abeto de plástico junto al diorama del pesebre, con los crismas navideños como testigos mudos de lo que acababa de suceder, mientras el hombre escribía de forma frenética en su libreta.

Sobre un charco de sangre descansaba el cuerpo sin vida de Carmen, que había estado tan concentrada colocando todos los adornos navideños, que ni siquiera escuchó el ruido de la puerta al abrirse, ni los pasos que se acercaban cada vez más y más a ella.
Justo cuando acababa de enchufar las luces, una mano enguantada la aprisionó, tapándole la boca para que no pudiera gritar, inmovilizándola mientras la aguja hipodérmica se hundía en su cuello, justo en la arteria carótida, donde vació el líquido amarillento que contenía el vial.

Dejó transcurrir un par de minutos, el tiempo justo para que virus se repartiera por todo el organismo de Carmen, quien comenzaba a tener los primeros espasmos, para finalmente deslizar la fría y afilada hoja por su cuello, abriendo la herida mortal por la que comenzó a manar sangre a borbotones.

Dejó caer al suelo el cuerpo de aquella mujer, que se agitaba violentamente mientras su vida se le iba escapando por la herida, y sus ojos quedaron clavados en los de aquel desconocido, que se había sentado en el sillón mientras limpiaba la navaja con un pañuelo de tela de color blanco, a la vez que la observaba pacientemente, esperando poder confirmar que su experimento había sido un éxito.

Finalmente Carmen quedó inmóvil y todo quedó en silencio, el hombre miró su reloj e hizo una serie de anotaciones en la pequeña libreta que había sacado del bolsillo de su abrigo.



 “Lunes 24 de diciembre de 2018 18:53.
Hoy he procedido a inocularle el virus al sujeto 17.
Se trata de una mujer de mediana edad, complexión delgada y aproximadamente metro setenta de estatura.
He optado por ella porque vive sola en una casa aislada del resto de la población, lo que hace que sea idónea para evitar que el suceso del experimento 16 se repita y el virus se propague por accidente.
Esta vez parece que no ha habido efectos secundarios y el cuerpo del sujeto ha soportado bien los cambios.
En tan sólo unos segundos ha empezado a convulsionar, por lo que he decidido neutralizarlo temporalmente para comprobar la capacidad de regeneración del virus.
Llevo unos minutos observando su cuerpo y ya ha comenzado el proceso.
Al principio tan sólo he podido constatar un débil gemido casi imperceptible, pero poco a poco ha ido creciendo en intensidad, hasta que se ha convertido en un gruñido.
Parece que el sujeto comienza a despertar, por lo que estaré atento a lo q"


Carmen se incorporó, y sus ojos inyectados en sangre se clavaron en su atacante, que estaba concentrado en sus anotaciones.Con un salto se puso en pie y de un rápido movimiento que pilló por sorpresa al desconocido, se abalanzó sobre él con una agilidad asombrosa.

Apenas le dio tiempo a reaccionar, y cuando lo quiso hacer, cubriéndose con la mano con la que sujetaba la libreta, ya era demasiado tarde, pues los dientes de lo que hasta hace unos instantes había sido Carmen, se cerraron en torno a su mano enguantada.

De un fuerte empujón se libró de ella, tirándola contra el árbol de Navidad, haciendo que cayera enredada en él, con lo que ganó un tiempo precioso para recomponerse.

Aterrado el hombre vio como el mordisco había atravesado el guante y le había provocado una pequeña herida por la que sangraba ligeramente.

Si no se daba prisa estaba perdido.

Sin perder un segundo, empuñó la pistola que llevaba enfundada bajo el brazo, y apuntó a la cabeza del monstruo que luchaba por liberarse del árbol que lo tenía atrapado.

El silenciador del arma hizo que el disparo quedase ahogado, haciendo que el sonido del cráneo al estallar pareciera amplificado.

Soltó la pistola y con un rápido movimiento se quitó el cinturón, haciéndose un torniquete en torno a la muñeca de la mano herida.

Tenía que evitar a toda costa que el virus alcanzase el torrente circulatorio, si es que no lo había alcanzado ya.

Se dirigió a la cocina sabiendo muy bien lo que tenía que hacer.

Al ver la vitrocerámica maldijo su suerte, pero rápidamente ideó otra estrategia para tratar de cortar la infección.

Encendió el rollo de papel de cocina que había en la encimera con su mechero y lo introdujo en el fregadero. Mientras el fuego crecía, agarró la macheta que colgaba de la pared,  y sin pensárselo dos veces de un rápido y certero movimiento se seccionó la mano justo por debajo del cinturón con el que se había hecho el torniquete.

A punto de perder el conocimiento, se cauterizó la herida con el fuego que había improvisado, y el intenso dolor que sintió le hizo gritar.

Extenuado y con el cuerpo cubierto de sudor, volvió al salón a recoger su libreta y terminó sus anotaciones.


El virus ha actuado tal y como estaba previsto. El tiempo de incubación ha superado mis expectativas y se ha acortado enormemente.
Ya está listo para pasar a la fase B.
El sujeto me ha mordido y ha atravesado el guante de seguridad.
He tomado medidas drásticas pero no estoy seguro de haberlo atajado a tiempo, por lo que estaré atento a


Sufrió un espasmo que le hizo contraer la mano, partiendo en dos el bolígrafo con el que estaba escribiendo.Estaba perdido.

Lo último de lo que fue consciente antes de sucumbir al frenesí fue que involuntariamente se había convertido en el sujeto 18.