lunes, 16 de marzo de 2020

La ira de Mawu. (Segunda parte)



Alberto entreabrió los ojos, pero estaba todo tan oscuro que no logró ver nada.

Cuando se acostumbró a la luz, tan sólo pudo distinguir algunas de las extrañas formas que le rodeaban, y que no supo identificar.

Tenía todo el cuerpo entumecido, y no sentía las extremidades, por lo que intentó moverse, pero no pudo.

Poco a poco comenzó a  recuperar la sensibilidad en sus manos, y fue consciente de que se encontraba maniatado.

Sintió una punzada de dolor en la cabeza, tan intensa que le hizo cerrar los ojos con fuerza.

Era incapaz de pensar con claridad.

Intentó gritar, pero la mordaza que le cubría la boca se lo impidió.
No recordaba cómo había llegado hasta allí, y la única imagen que tenía en su mente eran los atemorizados ojos de aquella niña y su desgarrador grito: “¡MAWU SERA FURIEUX!”.

No sabía por qué estaba inmovilizado, ni qué había ocurrido.
Intentó ponerse en pie, pero sus piernas también estaban atadas a la altura de los tobillos.

Una explosión seguida de una fuerte llamarada le cegó, llenó de luz lo que parecía ser una pequeña nave industrial abandonada, y repleta de lo que parecían bidones.

Sobre cada bidón había una pequeña vela que se encendió tras aquel extraño suceso.

Al volver a abrir los ojos, una cortina blanca fue lo único que pudo ver el subinspector, pues había quedado cegado por el intenso fogonazo.

Un manto que le impidió ver a su compañero Jesús, que se encontraba a escasos metros delante de él.

Poco a poco comenzaron a dibujarse en la mente de Alberto recuerdos en forma de imágenes borrosas.

Aquel cuerpo decapitado y sin manos sobre ese misterioso líquido amarillento, Almudena recogiendo los indicios que fueron apareciendo en el escenario acordonado bajo el puente, aquel escalofriante muñeco con ese grotesco bigote y la placa de policía.

Y entonces lo recordó todo.

Estaba sentado delante de su ordenador, terminando de redactar el Acta de inspección ocular, cuando Jesús se le acercó.

-Me voy ya, que aquí no queda nadie… y tú deberías hacer lo mismo. No puedes abarcar todo y necesitas descansar, o acabarás cayendo enfermo.- Le dijo mientras cogía el pequeño bolso de loneta negro donde solía guardar los auriculares que en ese momento llevaba en el cuello. – Además, tienes que arreglarte un poco ese bigote, que cada vez te pareces más al que presentaba Eurovisión.- Añadió con su peculiar sentido del humor. 

-¡Vete a la mierda!-le contestó sonriendo – Termino esto y me voy, que lo tengo todo reciente, y prefiero hacerlo ya, porque si lo dejo para mañana se me puede olvidar algo.

-Tú mismo con tu mecanismo, pero por si no te has dado cuenta, hace ya casi una hora que es mañana. No tardes porque dentro de nada tenemos que estar aquí de nuevo… luego no me vengas con que estás cansadito, Colmenero.- Y llevándose la mano derecha a la sien, se despidió.

-Vete con la música a otra parte- se despidió Alberto devolviéndole el saludo, y continuó confeccionando el Acta.

No habían pasado ni dos minutos cuando un grito desgarrador le erizó la piel.

Rápidamente se levantó y salió corriendo, pues sabía de sobra quién había dado ese alarido.

Bajó corriendo por las escaleras, y cuando irrumpió en el garaje, lo que allí vio le dejó sin aliento.

A horcajadas sobre el cuerpo de su compañero, que estaba tendido en el suelo, alguien alzaba ambos brazos, sujetando un objeto punzante, con la clara intención de clavárselo.

Rápidamente desenfundó su arma reglamentaria con su mano derecha, mientras con la izquierda tiraba hacia atrás de la corredera, preparándose para disparar, y cuando casi tenía alineados el alza y el punto de mira, y se disponía a apretar el gatillo, un fuerte golpe en la sien hizo que de repente todo se tornara negro.

Poco a poco el velo blanco se fue difuminando, y el subinspector recobró la visión.

Entonces vio a Andrés frente a él, y los ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas.

La imagen de su compañero degollado, con el torso completamente cubierto de sangre, y clavado en aquella cruz con forma de letra equis, le revolvió el estómago, y sintió como el sabor de la bilis se mezclaba con el de su mordaza.

Comenzó a respirar agitadamente tratando de librarse de sus ligaduras, pero lo único que consiguió fue lacerarse las muñecas.

Cerró los ojos un instante tratando de serenarse en la medida de lo posible, con la esperanza de que al abrirlos de nuevo, todo lo que tenía ante ellos hubiera desaparecido, y que tan sólo fuese un horrible sueño.

Pero no fue así.

No sabía dónde estaba, cuánto tiempo llevaba allí, ni qué estaba ocurriendo, aunque las pequeñas calaveras que había en el centro de cada uno de los barriles que rodeaban la cruz en la que descansaba el cuerpo sin vida de su compañero y amigo, le daban una pista lo que estaba sucediendo.

Percibió los pasos de varias personas acercándose, mientras un murmullo iba tomando forma para convertirse en un hipnótico mantra.

No podía girarse, pero de haberlo hecho habría podido ver como un numeroso grupo de personas, todos ellos con el torso descubierto, de piel oscura y brillante como el ébano, y extrañas marcas amarillas en sus rostros, estaban entrando en la estancia, alineándose tras él.

Los cánticos eran cada vez más insoportables, y aquellos hombres y mujeres comenzaron a entrar en el campo visual de Alberto, formando un círculo en torno a la cruz.

Alberto sintió como cuatro manos le agarraban de los brazos, tirando de él hacia arriba, y al instante se vio arrastrado hacia el centro de aquel círculo improvisado, a escasos centímetros de aquella cruz.

Quedó postrado de rodillas, con su cabeza a la altura del vientre del cuerpo sin vida de Andrés, justo en el momento en el que este caía al suelo, boca abajo, después de que cuatro de esas siniestras figuras le hubieran quitado los clavos que le mantenían clavado a la cruz.

Horrorizado, no pudo separar los ojos de los de su compañero, cuya cabeza había quedado orientada hacia él, y parecía mirarlo fijamente, con las pupilas dilatadas al máximo.

Un coágulo de sangre se deslizó desde la herida del cuello hasta el suelo, como si aquel cuerpo quisiera empezar a echar raíces en ese punto.

No fue capaz de separar los ojos de aquella raíz viscosa, hasta que una figura se interpusieron en su campo de visión.

Era una mujer entrada en carnes, y vista desde la posición del policía, grande como una montaña, de piel tan oscura como sus ojos, dos fríos y profundos pozos negros, cuyas pupilas se confundían con el iris.

Con el rostro cubierto de extraños dibujos que se perdían sobre su torso desnudo, dibujaban extrañas formas que escapaban a la comprensión de Alberto.

La mujer levantó una mano, y los cánticos cesaron al instante.

Comenzó a hablar hacia la multitud en un idioma que el agente no logró entender, alzando los brazos cada vez que nombraba a Mawu, tras lo cual la multitud repetía aquel nombre.

Entonces aquella misteriosa mujer se agachó y recogió una vasija campaniforme que se hallaba oculta a la vista del subinspector, tras uno de los barriles.

Levantó el recipiente sobre su cabeza, y la multitud comenzó a proferir el mismo mantra hipnótico con el que llegaron a aquel lugar, mientras ella se lo llevaba a la boca y bebía su contenido.

Poco a poco, el volumen del mantra comenzó a ganar intensidad, a la vez que aumentaba su velocidad, mientras la mujer se balanceaba a derecha e izquierda, con los ojos en blanco.

Echó la cabeza hacia atrás, haciendo que su larga melena, que hasta entonces cubría sus pechos pudorosamente, dejara a la vista dos esperpénticas calaveras de ave dibujadas con aquel líquido amarillo.

De repente el mantra cesó, y la mujer escupió el contenido de su boca, pulverizándolo sobre el cuerpo de Andrés, que quedó perlado con cientos de gotitas amarillas.

Tiró la vasija hacia al cielo, y profirió un grito mientras sus brazos seguían elevados. -¡MAWU EK MAAK JOU VRY!- que fue repetido por la multitud.

Comenzaron otra vez aquellos cánticos, pero Alberto, horrorizado, no podía separar sus ojos del cuerpo de su compañero, que había empezado a convulsionar.


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